Los libros son la materialización física de la falta de practicidad: Algunos son demasiado pesados para cargarse todo el día, en general requieren mucho espacio para almacenarse, su precio de adquisición es bastante elevado y se desploma en el mercado secundario una vez salen de la tienda, en promedio son productos de una sola leída (e incluso menos si se compran compulsivamente), el material del que están hechos les hace vulnerables al sol y la humedad, y, paradójicamente, con todos sus peros, nada ha podido reemplazarlos.
Aunque muchos han sido los profetas apocalípticos que tratan de vaticinar su fin, a la tinta y el papel les quedan muchos días de buena salud por delante.
22 fueron los libros que logré meter a la fuerza en el equipaje de mano antes de abordar mi avión a Nueva York. La pobre mochila no solo era un bloque sólido de hojas al que le crepitaban las costuras a cada paso de la fila de migración, sino que también pesaba tanto como la inmensa felicidad que me daría poderlos leer todos durante el viaje. Una escena de lo más poética que llamó la atención de la policía aeroportuaria de Ciudad de México y me sometió a una inoportuna requisa por la que casi pierdo el vuelo de conexión.
Uno a uno, Hemingway, Faulkner, Auster, Oé, Pamuk y muchos más, desfilaron por aquel puesto de control del Benito Juárez mientras los agentes abanicaban las páginas con avidez y saboreaban la desilusión de solo encontrar toneladas de letras en lugar de cocaína.
Muchos dirán que me habría ahorrado el impasse con un libro electrónico, pero entonces habría desaprovechado una anécdota literaria digna de contarse en algún cóctel. Además, por un tema de convicciones propias, que achaco parcialmente a mi terquedad innata, llevo declarada una guerra a muerte contra esta plataforma desde el lanzamiento del Kindle en 2007.
Como me pasa con los cafés sin cafeína o las cervezas sin alcohol, no concibo la idea de leer un libro que no tenga la forma misma de un libro, pues solo con ellos puedo poner en práctica las pequeñas manías que me enloquecen de la lectura:
Meter la nariz en medio de las hojas para aspirar el olor narcótico de su olor a nuevo, elegir con sabiduría el siguiente separador de hojas que habrá de acompañarme como fiel escudero en la aventura, arrullarlo en el bolsillo de mi chaqueta esperando al siguiente minuto muerto en el que lo pueda sacar. En definitiva, cosas de friki, eso no lo niego.
Mientras tanto, los ebook contraatacan dejando atrás el arcaico modelo de venta de un aparato lector (como el Nook de Barnes & Noble que dejó millones de dólares en pérdidas) y buscan integrarse a los celulares para hacerse más asequibles.
Aún así, siguen sin llamarme la atención, aunque en el pasado he probado el lado oscuro con aplicaciones prometedoras que solo lograron irritarme los ojos y hacerme dormir sobre la pantalla, recordándome que soy equipo Gutenberg, desde siempre y para siempre.
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