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‘El mago de la China’, la historia detrás del éxito de Luis Enrique Martínez

Luis Enrique Martínez.

Una de las canciones de mayor aceptación, entre las muchas interpretadas por Luis Enrique Martínez, es ‘El Mago de La China’. Esta es una localidad ubicada en la jurisdicción del municipio de Chibolo, Magdalena, donde se residenció un mago o brujo al que identifican como un hombre delgado, de hablar cachaco y barbas tupidas, quien, además, usaba un sombrero de alas anchas, y tenía más de sesenta años de edad.

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Este no hubiera trascendido a la historia si este acordeonero no se entera de su relación con el libanés al que apodaban ‘El Turco Mocho’, y de lo que le sucedió con algunos de sus pacientes, entre ellos, Agustín Perea, persona que era ampliamente conocida en la región de Pedraza, Magdalena.

Lo era porque este, nacido y habitante de Guaquirí, era un afamado botánico y nigromante, entre cuyos mayores méritos, según la tradición oral, era el de descubrir, de manera exacta, el lugar donde estaban enterradas las brujerías y las culebras. Sitios a los que no conocía por su lejanía y por ser ciego.

La ceguera fue repentina, sucedió mientras leía una carta, lo que fue entendido como producto de un maleficio. Quien se lo mandó aprovechó que este había perdido la aseguranza que su padre le hizo antes de morir. La perdió cuando abandonó la casa paterna desatendiendo los consejos de su papá, que le había pedido, antes de morir, que no saliera de ella porque eso se convertiría en su talón de Aquiles.

Juan González Rúa, quien conoció y me refirió parte de la historia que narro, asegura que fue ‘El Turco Mocho’, un libanés al que llamaban de esta forma por tener una oreja mocha y ser tuerto del ojo del mismo lado, quien llevó a Agustín hasta La China. Estos estaban unidos por lazos de familiaridad, pues la mujer del ‘turco’ era sobrina de Perea. Lo hizo convencido de que el mago le curaría la ceguera.

Luis Enrique se enteró de la historia a través de amigos como Vicente Madero, quien era comerciante en Chibolo; Hernán Orozco, docente en Piedras de Moler; así como de Ovidio Andrade Sierra y Adelmo Cortina. Estos últimos le aseguraron que de los enfermos que llevaron a La China, solo Perea se salvó. Esto también lo dice Juan González Caña, quien, además, comenta que el brujo le suministraba a su paciente ciego brebajes en los que incluía trozos de grillos, por lo que casi se muere.

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La historia tiene una parte que Luis Enrique no conoció: el mago se trasladó de La China hacia Guaquirí, lo hizo en compañía de Agustín Perea. Pero el día que llegó a ese lugar rubricó el fin de su existencia. Lo dice González Caña, asegurando, además, que todo se debió al señalamiento que le hizo en público a dos mujeres de la población que fueron a conocerlo, las llamó brujas dañinas.

Ellas, apenadas, guardaron silencio, pero esa noche hubo un ruido seco que se escuchó en muchas de las casas de las que se componía ese pequeño pueblo.

El brujo se golpeó contra el suelo luego de que uno de los extremos de la hamaca, donde dormía, se soltó, pese a asegurar que la había amarrado de la misma forma que lo hacía desde que tenía siete años de edad. Esa misma noche, mientras se quejaba de un dolor en la cintura, le afirmó a Agustín Perea que lo sucedido era producto de la venganza de las mujeres.

También le dijo que las graves consecuencias que le traería la caída a su salud, ni los dos podían detenerlas. Le expresó, además, una frase que fue considerada lapidaria por Perea: que solo si Cristo bajaba del cielo podía salvarse de la muerte.

En la mañana dispuso de sus pocos bienes, le entregó un libro con dos mil trescientas cincuenta recetas botánicas a Agustín, el que, según Eduardo Camargo González, lo conservan unos descendientes del curioso. Mandó a quemar la hamaca y los colgantes y desde entonces durmió en el suelo para evitar que lo volvieran a tumbar.

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Sabido de que la muerte no tardaría en aparecer decidió esperarla en Guaquirí, donde un día cualquiera reunió a un grupo de pobladores y les pidió que seis meses después de que eso sucediera excavaran en su tumba, para comprobar lo que les diría: que iba a reencarnar. Nadie atendió su petición. De lo que sí se percataron fue que, a partir del día siguiente de su sepelio, en su tumba comenzó a germinar, florecer y morir, de manera cíclica, un tipo de planta natural desconocida a lo largo del río Magdalena, la que Agustín Perea recomendó no tocar. 

Tiempo después de su muerte, por la ciénaga de Zapayán se escuchaban voces de personas asegurando haber visto a un hombre delgado, de barbas, de sombrero, caminando por sus orillas, preguntando cuál era el camino hacia Chibolo, y aseverando que era ‘El Mago de la China’. 

Por Álvaro de Jesús Rojano Osorio.

Periodista: