A las pocas semanas, mi tío me llevó a comprar un tiquete de regreso a mi casa, en Villanueva, donde me reencontré con mis papás, mi hermana, dos perros y, para mi sorpresa, un betamax recién desempacado, nuestra propia máquina para ver películas. En ese momento vivíamos en la calle diez con carrera nueve, en una casona alta aunque estrecha, situada entre los barrios El Cafetal y El Centro, que mi abuelo había cedido a mi papá.
El nuevo aparato amplió mi espectro como cinéfilo, que incluyó varios títulos rosas de la época, suspenso clásico y terror barato.
A pesar de que en el Villanueva de mediados de los ochenta los trailers para betamax se intercambiaban como libros, debido a que aún no existía un negocio de alquiler de videos en el pueblo, devoré todo el menú típico del momento y, después de acabar con todo lo que existía en el villorrio, convencí a mis papás para que nos inscribiéramos en un video club ubicado en una de las esquinas de la Plaza Alfonso López, en el centro de Valledupar.
Ahí encontré y arrasé con Cara cortada, El Padrino, El Exorcista, El Resplandor, Los Pájaros, Las Profecías- me acuerdo que a mi hermana le encantaba Dirty Dancing- toda la saga de Martes trece, Pesadilla en la Calle Elm, Los niños del Maizal, Emmanuelle, Calígula, El Gato Fritz y otros títulos para mayores de edad que sagazmente sustraía de los escondites en los que mi mamá los ocultaba para evitar mi indagación. Cintas no aconsejables para el cerebro de un niño preguntón en etapa de crecimiento.
Recuerdo que, como estaba en boga el cine de artes marciales, escribí una lista que incluía varios largometrajes hechos en Corea, China y otros países del lejano oriente: historias de alumnos que vengan a sus maestros asesinados, samurais, ninjas, contrabando de opio, templos milenarios, culturas casi extraterrestres, escenografías imposibles para la imaginación de un niño como yo. Hice una huelga de hambre de varios días para chantajear a mi mamá para que me encargara, al antiguo Maicao, varias de esas películas, con el compromiso de que ese sería mi regalo de cumpleaños adelantado y que ese día no armaría, como siempre, una pataleta por no recibir otro obsequio de su parte. Mi papá me compró el resto de los casetes de la famosa lista.
Ese betamax me condujo a una especie de adicción, me la pasaba pegado a la pantalla, todo lo que me llegaba me lo gastaba en él, no importaba cual fuera la hora porque para ese entonces mi entorno ya empezaba a parecerme hostil. Y en poco tiempo me convertí en algo así como en una combinación entre murciélago y topo, cada vez más temperamental y retraído.
Nadie me soportaba y no soportaba a nadie, todo me molestaba, cualquier cosa me servía de motivo para no salir, dormir todo el día y estar despierto, viendo películas, toda la noche.