Cuando lo oí cantar por primera vez de inmediato recordé a mi padre, el viejo ‘Poncho’ Cotes, quien, como me comentaban sus amigos de aquellos tiempos, a sus treinta años de edad cuando interpretaba alguna canción de Escalona, las sensaciones de emociones profundas se esparcían en el ambiente, doblegando el espíritu y el alma de los corazones parranderos.
Y así era este amigo, que conocí y vi por primera vez un día de junio, de los años grandes, de universitarios, cuando llegó a acompañarme en el momento de mi matrimonio, invitado directamente por ‘Poncho’ y Emilianito Zuleta, y que allí, al lado de algunos pocos amigos y familiares, se dio espacio a una fiesta única e inolvidable en Bogotá.
Desde ese momento nos vimos una y otra vez, consolidando una amistad sencilla y sin mentiras, no consecuente, pero sí de afecto.
Me extasiaba escuchando sus interpretaciones de la esencia vallenata de esos tiempos, y que nos hacían calificarle entre sus amigos, como el mejor entre los mejores, no solo por sus interpretaciones, sino por su voz pareja y melodiosa que únicamente daba espacio a la consonancia y la cadencia de los sonidos que eran tan sincronizados que ponían a pensar en algo sobrenatural; subía y bajaba en el recorrido de las notas de cualquier composición con una facilidad que no reflejaba esfuerzo por ningún lado y daba la impresión de no sufrir las penurias del cansancio.
Tal vez su personalidad no estuvo a la par de las emociones que produce el manejar e interpretar las canciones vallenatas, las cuales demandan la compañía de sentimientos profundos, que él no los reflejaba, pero sé que los tenía y su voz resaltaba tanto que hacía esconder esas sensaciones que solo son congénitas con los grandes intérpretes en este estilo.
Al mismo Poncho Zuleta se le oía decir, refiriéndose a aquel trovero, al que calificaba como el mejor de todos los tiempos; creo que no se equivocó, ni se ha equivocado, porque hasta ahora he escudriñado por todos los lados y ni en el álbum de los recuerdos he podido encontrar quien le compita. Emilianito solo lo comparaba con su hermano Poncho.
Ponchito Cotes, mi hermano, para darle realce a sus expresiones, decía refiriéndose a este amigo, que gozaba su voz de la cadencia del eco reflejado en el firmamento.
Por un tiempo, en Villanueva, convivió con mi padre cuando este era profesor del colegio Roque de Alba, y aquel huía del acoso de amores perdidos entre las ilusiones juveniles bajo el peso de la fama. En una misma habitación, en casa de una familia querida de allí, departieron ratos de amistad y aprecio y ahora quisiera imaginarme las reuniones de bohemias y canciones al son de una guitarra con la voz del cantor que imitaba a los pájaros.
Decía García Márquez en algunos de sus escritos mágicos que: “Se necesitaron de muchas eras geológicas para que los seres humanos aprendieran a cantar mejor que los pájaros y hasta morirse de amor”. Así es, hasta que, entre muchos, apareció Jorge Oñate.
Pero también hay que recordar un proverbio africano que dice: “Los pájaros cantan no porque tienen respuestas sino porque tienen canciones”. Habría que cambiar, ya después de su muerte, en la composición ‘El Ruiseñor del Cesar’, alguna palabra en una de las estrofas y llevar a tiempo futuro el verbo oír en aquella formidable composición que hiciera Emilianito a este su gran amigo, cuando dice:
Ese cantante tan distinguido,
Que se formó pa’ salí adelante,
Esas personas siempre nacen,
En los pueblitos más escondidos
En todas partes se oirán sus cantos,
En todas partes se escucharán sus discos,
Esos que hizo con Colacho,
Con Miguel Lopez y Emilianito.
¡Qué Dios le ampare, por siempre! A su familia mis sentimientos de pesar.