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Edgardo y José Juan Molina, los hijos del ‘Amor sensible’

De Izquierda a derecha: Edgardo Molina, El Pollo Irra , José Juan Molina.

Alguien les llevó la noticia de que había muerto su padre. Era un domingo, 15 de octubre, de 1972. Los gallos de pelea cantaban y revoloteaban en los guacales, con su jadeante sinfonía sin reposo, tal vez interrogando al cielo los enigmas del ocaso. La gente se aprestaba al terrible acontecimiento, como si abordaran las urgencias de su propio entierro. 

Los nativos, habituados a la eterna mansedumbre y a la concordia, mediante un desquiciado impulso de alas rotas intentaban elevar el vuelo a un hábitat más apacible, lejos de la nostalgia infinita y de las brisas de la muerte. Ya era imposible. Un tiro en la garganta, por una eventualidad siniestra, había puesto fin a la existencia del trovador que apenas pocos días antes había meditado en sus versos:

Yo le pregunto y que me diga

A esa luna patillalera

Por qué el reemplazo de mi vida

Por qué sufrir mi madre buena

A Edgardo y José Juan, hijos del bardo, los llevaron al funeral. Los alzaron sobre hombros para que, por encima del tumulto, contemplaran por última vez en el ataúd la amorosa y pálida expresión del padre que se iba para siempre, que ya no volvería a arrullarlos con el suave pentagrama de su voz, y que había partido a la eternidad guardando en su alma algunos de los más pródigos misterios de la música vallenata.

 Bajo el pulso álgido de mis entelequias, y entre la maraña floreciente de los recuerdos contados por los testigos de aquella época, exploro la agonía inmarcesible del recinto. Veo a los músicos con sus entumecidos acordeones al pecho, las viudas apócrifas con sus turbantes de duelo y la mancha irresoluble de su soledad, los ramos florales descollando al vacío como abigarrados cisnes marchitos y una concertina solitaria en el último cuarto acariciada aún por la mano invisible del poeta. 

Escucho luego los ruidos de la muerte surcando el viacrucis clausurado de la estancia, el crujido de la madera tocada por el duelo, el gimoteo casi imperceptible de dos rosas que, cual ineluctable parodia, desmayan bajo la desalmada cruz de estaño; el llanto inexpugnable de una madre sin esperanzas, el monótono susurro del ventilador eléctrico cuya órbita parece detenerse ante el féretro, para espantar los últimos fantasmas de la muerte, y los cuatro campanazos del péndulo anunciando sin piedad un éxodo irremediable al cementerio. 

Y entonces asisto al entierro. Asidos de las manos de su madre Margot, Edgardo y José Juan, a la edad de ocho y seis años, y aún sin poderlo comprender, ven cruzar por la sabana la caja mortuoria con sus suntuosos grabados en níquel, en medio de la más deplorable y ruidosa comparsa de romanceros y poetas que jamás había presenciado la región. 

Los más connotados artistas del género profieren sus lamentos en versos, y sus instrumentos de fuelle resuenan más tristes que un lúgubre falsete de Mozart o que una clásica sonata de iglesia. “Voces de muerte se oyeron en todita la región”, diría después el célebre canto. 

Pero la historia probaría más tarde que la música de Freddy Molina no solo es un ‘lamento provinciano’ adormecido en las márgenes del río Guatapurí, sino que, exento de límites geográficos, culturales e, incluso, idiomáticos constituye una auténtica expresión del hombre universal, construida con los miserables guijos del sufrimiento, y concebida con tanto frenesí y con tal desparpajo de la razón y del espíritu que no habría un mortal -en territorio americano o al otro lado del continente-, capaz de prescindir del sentimiento abrumador del trovador patillalero. 

Es un criterio que podemos justificar poniendo en balanza el nivel de popularidad y el progresivo ímpetu comercial del vallenato a través de canciones como ‘Amor sensible’, grabada por Carlos Vives en sus Clásicos de la Provincia, y ‘La verdad’, que el desaparecido salsero puertorriqueño Héctor Lavoe llevó a la cima de la fama rubricado con su mentira imperdonable: el tema se inscribe bajo la firma de otro autor por motivos que aún se desconocen. 

No resulta descomunal entonces que algún trotamundos de Provincia, bajo el rezago nostálgico de su propia índole, encuentre en los bares nocturnos, en tertuliaderos de eruditos y figuras del cine o en los más ostentosos salones de gala, a un italiano o a un francés o a un alemán sacudido por los sublimes compases del autor que nos ocupa. 

Medio siglo después, continúa el pueblo con el alma oprimida, con sus patriarcas que evocan y lloran al gran Freddy Molina, al compás de sus viajeras melodías. “No volverán los tiempos de la cometa”, exclaman algunos. Y pese a que el mismo autor, en su bucólica y cristiana filosofía apuntara que no importan los desengaños de la vida cuando el conformismo Dios lo ha creado, en el corazón del nativo la resignación no llega, y es su ausencia más bien la prolongación de una angustia incesante que se enreda en el hilo de las cometas decembrinas, queriendo alcanzar las puertas del infinito. 

Mientras tanto, sus descendientes cantan cuando el alma lo pide. Ellos encarnan las nostalgias del indio desventurado, y, por cada frase, una sonrisa cándida juguetea en sus labios, como mariposas amarillas en las casimbas de la Malena. Es una rara alegría triste lo que en su humanidad percibo, de manera que no se me ocurre mayor acierto poético que el que escribiera su propio padre a un amor sensible

Como pájaro que vuela alegre

y aun estando herido no lo cuenta

Y que en la inmensidad se pierde

Como si no llevara penas.

FUE COMO EL ACABO DEL MUNDO

Edgardo, el hijo mayor del bardo, desborda una sapiencia congénita, con la misma furia y abundancia de una creciente del Guatapurí. A través de su risueña catadura y aparente entusiasmo, vislumbro una honda pena revolcándose en los estériles remansos de su alma. Como tejiendo una telaraña, voy hurgando los hilos de las preguntas y reflexiones para esta crónica que finalmente no tendrá una verdad definida y única, sino que terminará enredada a una incorregible conspiración del misterio en torno a los secretos del alma y las perfidias de la muerte. 

Edgardo Molina, hijo mayor de Freddy Molina.

Estamos en la sabana. Al frente, diviso la iglesia de las Mercedes, con su mustia capilla y el campanario triste. Detrás, el rancho inmaculado donde nació el extinto poeta. “Cuántas veces se habrá inspirado mi padre aquí, oyendo cantar un bitoví y viendo el pico de la Sierra Nevada”, suspira Edgardo. De inmediato, como a una ilusoria amante, estrecha la inspiración y rasga, con minucioso y tierno embeleco, las cuerdas de una guitarra: 

Triste me veo cantar

Qué debo hacer pa’ está alegre

Si es que me pongo a pensar

Que nada es como uno quiere

El hijo del amor sensible rezuma poesía pura. Sus versos, su métrica y su cadencia, son consecuencia inmediata de sus dones pastoriles, o inajenable virtud de un espíritu impasible a las fabulosas invenciones de la partitura clásica.

 Por cada pulsación se yerguen las venas en sus manos óseas, y una quejumbrosa tonada se sostiene en vaivenes tan armónicos, tan dúctiles e ingeniosos, que no pueden obedecer sino a la reencarnación anticipada de su padre. Lo medito y, entonces, emerjo de la lánguida mesura otoñal del encuentro, para internarme en la indómita desolación del pasado. 

¿Cómo recuerdas aquél fatídico día?, le pregunto. Y sobreviene un intervalo de tiempo y de silencio, tan inasible y tan remoto, como si hubiese escapado de sí mismo hacia el momento y la escena fatal, y eligiera entonces quedarse allí para siempre, en el confuso aposento, velando las amarguras del catafalco. 

Sin embargo, rehúye un instante sus lobregueces para manifestar airoso que su padre vivió feliz en poco tiempo, y que el mayor legado que pudo dejar a su pueblo fue su increíble inventario musical. “Si él estuviera vivo, yo no sería el mismo”, reconoce luego. Y procede a contarme sus más doloridas y entrañables memorias. Cuenta que eran cerca de las ocho de la noche cuando oyó el disparo. El pueblo había estado amenizando sus jolgorios populares y las verbenas retozaban de júbilo, colmadas de aldeanos que exhibían y despilfarraban sus dividendos obtenidos por los favores de la vendimia. 

Otros se solazaban en la buena puntería de su gallo canagüey, y en la inmodestia de poseer una cuerda bien fina, experimentada en los habituales torneos realizados en la gallera del viejo Juancho. Era entonces Patillal el pueblo elegido por Dios, hasta que llegó la vorágine inclemente que arrasó hasta el último vestigio de gloria sobre la tierra prometida de María Antonia Nieves. “Fue como el acabo del mundo”, recapitula Edgardo. 

Y su voz quebrada, sinuosa, y la sospecha de su alma ligeramente tendida a babor, como la de un navío anclado en las aguas revueltas de la nostalgia, me avisa que es mejor remar hasta la otra orilla, buscando anécdotas más apacibles, como se busca bajo la tormenta la luz benevolente de un faro. 

Y así, escarbando ilusiones, encontramos los pocos brillos del pasado. Me aborda con sus delirantes momentos de infancia, con la historia de sus canciones y musas, y abrazándose a la guitarra cuyas cuerdas constriñe con celos el diapasón, confiesa sonriente que, si tuviera la gracia de volver a nacer, aún con todas sus desdichas, solo quisiera que fuera de nuevo en Patillal. La garúa cae de repente, y en abrumadora refriega también sus versos se precipitan, gota a gota, suspiro a suspiro, con sus relámpagos de ensoñación y misterio:  

Quiero irme hasta la montaña

Lejos del pueblo donde yo nací

Y voy a hacerte una linda cabaña

Donde tú y yo seremos feliz

ÚNICOS HEREDEROS

José Juan Molina, el hijo menor del inmolado patriarca, es un soñador sereno, caritativo y depositario de una inmensa sensibilidad humana que contagia a sus paisanos. Criado donde Mama Lola, su abuela materna, desde sus primeras luces discernió el carácter poético y romántico de la vida, los inaplazables valores de la moral y amor por el prójimo. Era feliz entonces, hasta aquella noche del 15 de octubre en que llegó la noticia abominable. 

José Juan Molina, el hijo menor de Freddy Molina.

“A los seis años, uno todavía es inocente”, reflexiona respecto a su edad en el momento histórico. Sin embargo, mientras invoco el pábilo adormecido de sus recuerdos para contar sus memorias al mundo, se torna evidente en su rostro esa huella de amarguras e incertidumbre generada por el impacto.  

A la muerte del padre -según su relato- debió asumir con su hermano el honroso compromiso de salvaguardar el legado. Pero las cortesías radiales, los agasajos y homenajes póstumos fueron tan arrolladores que, sintiéndose aludidos por los visos de tanta gloria, muchas veces tuvieron que escapar al acecho de músicos, curiosos y periodistas de todo el mundo, quienes frecuentaban la casa natal del cantor, dominados por la obsesión irresistible de conocer sus únicos herederos. 

Una mañana de aquellas, estando en el potrero del abuelo Juan, y cuando el alma del pueblo aún cavilaba en la desgracia, en la vieja radiola sonó una prodigiosa melodía. El infante José, atrapado en la pueril enredadera de sus instintos, padeció una conmoción profunda. 

“¡El que haya hecho esa canción es un compositorazo!”, comentó a Edgardo, su hermano mayor, quien, con intrigante tono, a su vez inquirió: “¿Quién será el autor?”. Era la canción denominada ‘Dos Rosas’, un paseo de fascinante factura poética y abrumadora melodía, justamente firmado por Freddy Molina Daza, y llevado al acetato en 1974, con el sello inconfundible de ‘Los Hermanos López’ y su conjunto. 

Debió transcurrir cierto tiempo antes de que Edgardo y José Juan pudieran saber que aquella alucinante canción que una mañanita de abril los hiciera suspirar en el potrero, era una de las increíbles páginas de amor escritas por su propio padre. 

En su época de adolescente, José Juan se abocó al empírico reino de la poesía, con una rebelde vocación en plenitud sustentada en el arrebato de la novia clandestina, el infame vasallaje del olvido y la esclavitud del corazón. Si el mítico Garcilaso de la Vega escribió sus epístolas renacentistas, buscando conmover el alma de su amada Isabel, este muchacho nativo se inspira en la profundidad de la vida y del amor, apelando a un existencialismo bucólico y simple que nada tiene que ostentar de los clásicos eruditos, puesto que se funda en la invencible filosofía del alma. Y es así como cuestiona la voracidad de sus propios impulsos: 

No te aflijas, corazón, porque ya te olvidó

¿No te has dado cuenta de que todo tiene un fin?

Perdona, no seas tonto, no te pongas a sufrir

Déjate de tonterías que para ti no nació.

PICARDÍA

Tantas canciones, como penas, escribió el compositor por aquellos días. En las parrandas ocasionales se empezó a conocer la creatividad de un autor en plena madurez, con un lenguaje singular y sencillo, desprovisto del despilfarro semántico del barroco convencional que colmaba los catálogos de la época. Participó en eventos folclóricos de la región, y obtuvo los méritos del jurado y la ovación del público. Pero solo años más tarde, merced a una situación fortuita, logró que por primera vez le fuese grabada una canción; la misma que, como buen auspicio, encabeza el listado del álbum llamado ‘De la mano del pueblo’, lanzado en 1994, por el Binomio de Oro.

 La pieza musical, titulada ‘Picardía’, fue un éxito vehemente a lo largo del país, hasta el punto de que algunos ambiciosos autores, emulando la patente del joven patillalero, elaboraban sus canciones por encargo. “Y pensar que fue por pura casualidad”, insiste José Juan.

La historia empezó en 1993. Su hermano mayor fue convocado por el conjunto de Uchi Escobar bajo el propósito de escuchar algunas de sus canciones. Según las prácticas de entonces, el inquieto Edgardo montó en un casete, con sus mejores aderezos melódicos, una variedad de temas seleccionados a su gusto. José Juan, que, con suspicaz deleite y encomio, había acompañado cada uno de los detalles de la rudimentaria grabación, le profirió en un tono casi suplicante: “Déjame meté una de las mías”

Pero lo dijo sin pensar que aquella vaga proposición resultaría siendo su más célebre picardía. Meses después, sin embargo, el disco compacto de Uchi salió al mercado incluyendo en su repertorio alguno de los temas de Edgardo, más no el de su hermano menor. Pero ocurrió entonces que, a finales de diciembre del mismo año y durante su presentación en la caseta Sanandresana de Patillal, el mismo Uchi Escobar, en presencia del Binomio de Oro, interpretó la picaresca canción, advirtiendo que la grabaría en su próximo álbum. 

El Pollo Isra, que se solazaba en el intervalo de una primera tanda, con su cauto y depurado oído musical, percibió a través de aquella cadencia los anticipados fulgores del éxito. De inmediato, ubicó al compositor, a quien solicitó licencia sobre el tema, bajo el compromiso de grabarle en la producción siguiente, cuyas pistas y logística publicitaria ya iban en progreso. 

José Juan, que había sido objeto de tantos espejismos en su vida, no creyó cabalmente en aquellas providencias hasta cuatro días después, cuando a través de una llamada telefónica, una efusiva voz le anunció que su nombre y sello figurarían en la lista del compacto. Era Rafael Romero, quien a la vez lo complació con la anécdota de que su hermano Israel, con sus líricos aspavientos, había hecho desenfundar el acordeón en pleno viaje hacia Venezuela, asistido por la apremiante emoción de arrancar al fuelle los primeros arreglos de Picardía.

A la semana siguiente, en la plaza Alfonso López de Valledupar, el mismo Rafael acudió a una concertada cita con José Juan, de cuyas manos recibió una versión en crudo y autenticada en notaría de la canción requerida por Israel. En un brindis de recíprocas lisonjas, mezcla de acompañada soledad y vino, celebraron la anuencia del contrato. 

El encuentro, precisamente, tuvo lugar en la cafetería tradicional, una legendaria estancia guarnecida por una ambigua fachada colonial, y una modesta terraza ataviada con parasoles festivos y un antiguo mobiliario. Absorto en los añejos matices del recinto, de pronto, el veterano Rafael cayó en la cuenta de que aquel momento configuraba la más enternecedora casualidad. “Aquí, en este mismo lugar, hace casi treinta años, conocí al maestro Freddy Molina”, reveló con súbita emoción.     

Sobrecogido por la magia de aquellos albures, José Juan proyectó su mirada al cielo, extraviándose en el alborotado enjambre de palomas que sobrevolaban las azoteas de las majestuosas fortificaciones reales. Desde su magnífica abstracción contempló entonces la Plaza Mayor con sus mil leyendas dormidas. 

A un costado divisó el monumento de la ‘Revolución en Marcha’ con su restaurada estulticia en reposo, la torre de la Concepción con sus santas amarguras en vigilia y el desconcierto histórico de la cruz. Vio la postrera desolación de un jamelgo cabalgando en los laberintos de la carrera quinta, la inédita sonrisa de una estatua, el mítico monasterio colonizado por los ediles del Poder y, al frente, la olvidada tarima de Francisco el Hombre, en donde poco antes de morir cantó su padre la increíble historia de amor de un indio desventurado. 

Por: Fernando Daza

Categories: Crónica
Redacción El Pilón: