Por Antonio María Araújo
Al finalizar la década de los años noventa, en un medio día de mi natal La Paz, cuando el canto de los gallos despertó a las fotoceldas del alumbrado público para que iluminaran las calles porque la oscuridad de la noche se había tomado por cinco minutos al día, supe que Dios me había concedido la oportunidad de asistir a un fenómeno astral extraordinario como lo es un eclipse total de sol, repetible en este mismo sitio solo dos o tres siglos después.
Esa misma sensación me apresó desde el momento en que se conoció el deceso del cantante y compositor Diomedes Díaz Maestre, sobre todo al observar el despliegue noticioso e inédita multitud asistente al sepelio del afamado artista. Inicialmente la noticia cayó como un balde de agua fría para los que precisamente estábamos ponderando la excelencia musical de su nuevo disco compacto. La despedida coincidió con el mejor trabajo discográfico de sus últimos tiempos. Al instante las lágrimas reemplazaron la alegría previa a la navidad, dejando que espontáneamente brotaran las anécdotas, algunas de audaces demostraciones de afecto de sus seguidores y otras de faraónicas muestras filantrópicas de ‘El Cacique’.
A la tarima ‘Francisco El Hombre’ llegaron a tributarle un adiós representantes de los diferentes puntos de la geografía mundial, el cual se ahogará cada vez que suene una canción suya; sus hijos y colegas unidos en un solo canto exprimieron las lágrimas; ‘Poncho’ Zuleta siempre grande, con su inteligencia natural atinó a decir, “Diomedes hizo metástasis en el corazón de los colombianos”; Jorge Oñate se sintió iluminado y dijo su mejor discurso; Villazón, Peter y Silvestre tributaron el homenaje a la inagotable fuente musical que en vida irrigó sus talentos.
Diomedes fue, es y será un fuera de serie que perdurará en el tiempo. Sus poros respiraban tal sensibilidad, que con éxito le cantaba a una cana o a su sombra, luciendo esa capacidad de asombro que motiva a los filósofos a inquirir en el pensamiento la razón de ser de cada cosa. Hoy su muerte como ser humano es apenas un cambio en el estado físico que le abrió las puertas a la inmortalidad como artista. Como el mismo lo anunció en una canción, a su fanaticada le dejó su canto y su fama, no importa que sobre su cadáver quieran cimentar el cuestionamiento ético impulsado por la doble moral de personajes que esconden como feministas, el machismo de sus verdaderos gustos sexuales. Afortunadamente desde aquí también nacen certeras respuestas, como la del médico Leonardo Maya, quien magistralmente en un escrito sentenció, “Fuiste un artista tan grande que el mito de tu leyenda empequeñece al hombre que se equivocó tantas veces”.
Nadie recordará los errores. Será inmortalizado porque su grandeza artística eclipsó el espectáculo vallenato y porque su legado musical perdurará como los amores malos, que solo acaban al pasar dos mil siglos cuando el olvido los haya liberado.
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