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Dos años sin ti…

El tiempo pasa inexorable, dicen que su travesía por la vida lo cura todo,  alivia los dolores del alma: el dolor de ausencia,  los desengaños,  las mentiras, la traición;  un cúmulo de cosas que afectan la tranquilidad y la armonía de la vida. Pero para nadie es un secreto que el tiempo pasa y  se lleva igual la juventud y los años floridos, como dice la canción.

El tiempo descubre desengaños, no interpreta fantasías perennes. Es cruel muchas veces, pues se lleva la mocedad y  va dejando una estela de sinsabores en la salud. 

Indistintamente observamos características diferentes: se cae el pelo, la obesidad ataca, la lentitud cobija tu espíritu y los pasos se vuelven lánguidos y taciturnos. Los valores e indicadores de que todo sube, se manifiestan de manera cruel: se elevan los triglicéridos, el colesterol, los niveles de azúcar, falla el corazón y los órganos vitales aducen cansancio  y esto de verdad es duro y nefasto para la salud. Tiempo inhumano.

Hoy dedico unos minutos a reflexionar sobre la vida, sus adioses y partidas, es menester recordar a los amigos, a los seres queridos que hacen parte de la familia y que nos toca luego visitar en el panteón. 

Cuando niño retozaba siempre en el amor  de mi  madre, me sentía seguro y ese era mi mejor albergue, su piel lozana  con olor a campo fresco cobijaba mis miedos, sin duda alguna mis temores se diluían entre sus brazos; su pelo largo y negro que enrollaba en dulces trenzas, la imagen viva de una campesina hermosa que se entregaba al amor por la naturaleza, diligente y trabajadora, nunca se amilanó ante la adversidad. 

La vimos, mis hermanos y yo, trabajar siempre por un bocado de comida y por vernos crecer en un ambiente de paz y armonía; entre nosotros, con la familia y los vecinos. Su idiosincrasia de mujer noble, humilde pero virtuosa,  nos las dejó como herencia. 

En la medida que avanzaban los años, murió de ochenta y seis, veía sus brazos ya cansados del trabajo y la rutina; los surcos en su cara  me indicaban precisamente el paso de los años, esos años que no tuvieron clemencia por su lozanía. Ahora era ella que buscaba refugio entre mis brazos, no le gustaba estar sola, y menos que sus hijos no la llamaran o la visitaran con poca frecuencia.

El tiempo, con la parca muerte de la mano nos visitó un 11 de julio de 2019 y nos dejó sin esa mujer maravillosa, que para la suerte  y celebración de la vida puede ser la madre de cualquiera de mis lectores.  Hoy me refiero a mi vieja hermosa, ‘La niña Chayo’, mi madre,  a quien le hago este homenaje y a través de este sentir, el de sus hijos para ella, también lo hago con amor a todas las madres del mundo. 

Quienes la conocieron entendieron de sus calidades como ser humano maravilloso, una mujer extraordinaria. Se entregó en cuerpo y alma a vernos crecer y convertirnos en seres de trabajo y espíritu social de amor y paz. Dios sea contigo madre hermosa de mi alma.  Sólo Eso.

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Eduardo Santos Ortega Vergara: