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Croniquilla. Marco, El Destripador

Es una choza con techumbre de paja y piso de barro, con una placa memorativa que pregona que allí nació un Presidente de Colombia. Hatoviejo era la aldea. En la parte de abajo vivían los “ñores”, y en la parte alta los desposeídos de toda fortuna. En el rancho vivía una lavandera de ropa ajena con lo que alimentaba a sus hijos Marco y Soledad.

A distancia quedaba la quebrada La García, donde ella lavaba y después hacía dulces que vendía Marco, quien, según dicen, aprendió a leer desde la ventana de la escuelita porque no podía pagar una escurrida mesada escolar. Fue el cura Joaquín Bustamante el que descubrió su situación de penuria y su talento, y con su bolsa lo socorrió. Después le procuró beca en el Seminario de Medellín. Su brillo y mesura fue compensado allí como estudiante y maestro al mismo tiempo, pero el desencanto le llegó un día cuando le notificaron que no podía consagrarse sacerdote por no ser hijo de matrimonio.

Entonces empezó su gran aventura. Su primer cargo público fue como portero de la Biblioteca Nacional en Bogotá. En tal ciudad la Academia de la Lengua abrió un concurso para honrar el centenario del natalicio del gramático Andrés Bello. Marco participa con un ensayo y para estupor de eruditos y lingüistas, ese joven de provincia, sumido en la penumbra del anonimato, ganó el preciado galardón que le dio reputación instantánea. Sus paisanos orgullosos de su hazaña trocaron Hatoviejo por Bello, como nuevo nombre de la aldea montañera. Pronto asciende los escalones de los cargos públicos y con el tiempo es ministro del presidente Caro. Para esas calendas, quiso enfrentar la oposición liberal y cayó en la ingenuidad de escribir que “los rojos eran un chancro asqueroso”. Estos entonces lo apodan “Mark the Ripper” (Marco el Destripador). Sin embargo en la guerra del 95, se opuso a la encalabozada en el panóptico de los jefes liberales y al fusilamiento de los mismos que sin reato de conciencia ordenaba el general Arístides Fernández, Jefe de la Policía del régimen. Siendo ministro de Sanclemente censuró con dureza el golpe de Estado que le dio el vicepresidente Marroquín y con dignidad rehusó ser parte de ese nuevo gobierno de traidores.

Llegó al solio de Bolívar, en pugna electoral con Guillermo Valencia, el poeta payanes, y el general Vásquez Cobo. Su periodo fue de 1918 a 1921, instantes después de la Primera Guerra Mundial. El coletazo de esa conflagración armada nos llegó en crisis económica y la gran prensa, entonces, se le vino en contra. Su primera desventura de gobernante fue cuando quiso atraer inversión externa y se trajo una fábrica gringa para vestuario del Ejército. Los sastres de Bogotá se fueron a la protesta y marcharon hacia palacio.

El comandante Pedro Sicard, (quien en 1903 ordenó fusilar en Panamá a un jefe liberal cuando ya había terminado la Guerra de los Mil Días), creyendo en otra revolución bolchevique ordenó disparar contra los sastres. Fueron dieciocho muertos y muchísimos heridos. Entonces Alfonso López, Laureano, Eduardo Santos y Olaya Herrera pidieron a grito su caída. No era la hora de poner la otra mejilla. Marco Fidel cursa una nota a la Legación de los Estados Unidos donde solicita la remoción de los directivos del Banco Mercantil Americano, sucursal Bogotá, señores Alfonso López y Luis Samper Sordo.

El asunto se filtró a la prensa y se armó la de Troya. Todo el periodismo se vino encima, menos el Nuevo Tiempo. Entonces como un Catón, Laureano hace su debut acusatorio ante el Senado haciendo debates por indignidad del primer mandatario. Se le acusa de malversación de fondos públicos porque compró unas resmas de papel la vez que fue Ministro de Relaciones Exteriores, a un precio un poco más alto que el normal en el mercado. Se decía entonces que Marco Fidel solía tomar un tren y sin compañía llegaba a un sitio oculto en la sabana a enterrar el dinero de sus ganancias fantásticas en especulaciones; que se dedicaba por medio de algunos, a la usura, comprando sueldos a los empleados públicos que adrede atrasaba el Gobierno. Un día apareció exhibido en Nueva York un documento del Banco Mercantil Americano donde constaba que se había comprado los sueldos de seis meses al Presidente. La clase política se voltea en su contra, el gabinete le renuncia y ninguno quiso aceptar un nombramiento de reemplazo. De aquellos momentos de turbulencia es la frase atribuida al poeta Valencia, quien jamás perdonó que el hijo de una lavandera lo derrotara en la aspiración a la presidencia, a él, descendiente de condes y esclavistas del Cauca, cuando dijo que “Suarez era un varón muy prestante”.

El Presidente renunció. Se retiró a vivir en la calle del Camellón del Cordero. Un día decide devolver las condecoraciones extranjeras que había recibido, pero no lo consintieron tales gobiernos. Bejado y escarnecido, Suarez expira un domingo de abril de 1927. Sus últimas palabras fueron: ¡Dios dirá…!.

Carlos Morales Cieza definió a este penitente de todos los instantes, diciendo: “A Suarez lo sepultó el peso de su cuna humilde”.

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Rodolfo Ortega Montero: