Una veintena de años se han ido desde aquél fatídico día en que unas balas rasgaron el aire de la madrugada para acallar el numen de un poeta. Es el sino trágico con que se enmudece en Colombia una voz disidente. Fue el último coloquio literario con Diomedes Daza, el poeta, el escritor y el amigo. Veinte años se han ido desde entonces sin que se haya desecho en la mente, quizás por el brutal impacto de su fin, los temas y frases que en esa noche fueron debate de altos vuelos.
Alguna vez escribí como Proemio para un poemario, que “los bardos nacen con el dote divino de una sensibilidad extraña que los hacen sutiles catadores de la belleza y finos escribanos de los acontecimientos humanos que pincelan las amarguras, las desdichas, las virtudes, los regocijos, el heroísmo, los sentimientos encontrados y los sueños fallidos. Venero a los poetas cuando pienso que un mendigo ciego sobrevivió a la Ilíada y la Odisea a todos los varones de la Grecia antigua a quienes tocó la puerta de sus palacios en pos de una limosna, desarrapado e implorante, y que hoy fulge con luz propia pese al desdén del poderoso de su tiempo, que ahora yacen en el polvo dormidos en una muerte sin rescate”.
Esa noche, 28 de agosto de 2001, los amantes de las letras llenaban en Valledupar un recinto de Bellas Artes. Luis Eduardo Rodríguez, un magistrado magdalenense, presentaba su obra ‘La Posesión del Fetiche’. Como uno de los oferentes de tal acto hice mi intervención en un discurso leído, elogiando las virtudes del contenido del libro que esa noche nacía al mundo de la cultura.
Diomedes Daza Daza, el otro oferente, con voz suelta y al libre albedrío de lo que iba pensando en el transcurso de su oración literaria, en un instante sus palabras se volcaron en crítica académica a la obra que se presentaba. Bajo el mantel de la mesa de honor pisé su pie, lo que hizo que reobrara el sentido de su disertación hacia el debido elogio del autor y su libro.
El último en intervenir fue el propio autor Rodríguez. Dobló el pliego de su discurso con estudiada lentitud y con una venia agradeció la salva de aplausos que aparejaron su última frase. Fue el instante en que Diomedes, ajustándome el pisacorbata, me dijo: “Colega, creo que es la única vez en el mundo que se agradece un pisón. En verdad me desboqué sin dañina intención”. Después añadió: “Esta noche es de mucha importancia para Luis Eduardo, sugiero que lo invitemos a celebrar con un buen vino”.
Con un sí de cabeza le di mi consentimiento, agregando con vagancia festiva la frase bíblica en latín: “Fiat volutas tus deus”, a lo que me correspondió con otras palabras en ese desusado idioma, que ya no recuerdo.
LAZOS
Con Diomedes me unía una amistad sin fecha de nacimiento pues su origen se deshizo en la memoria. Nos unía la vecindad de nuestros pueblos; el trato fraterno de nuestros mayores; su condición de hermano de Evelio, un amigo de antaño; la militancia en el aguerrido liberalismo de antes; las disciplinas del Derecho; la cátedra universitaria; el gusto por la literatura; el librepensamiento de las logias de la francmasonería; el entusiasmo por los festejos de pueblos y aldeas que nos llevaron a ser jurados de sus concursos y festivales, y aún, pese a nuestro común nihilismo religioso, en cargar en andas sobre nuestros hombros sus santos patronales. En los últimos tiempos debatíamos de poesías, cuentos y ensayos de Borges con Consuelo Araujo Noguera.
Nos atraía su singular estilo literario que se basaba en la interpretación de los conceptos de tiempo, espacio y destino, y las razones políticas que impidieron el premio nobel para este argentino gigante de la literatura latinoamericana.
Lea también: En memoria de Germán Castro: cuando el Enviado Especial pasó por Valledupar
La Custodia de Badillo, lugar en ese entonces de sana concurrencia, fue el elegido. A él llegaron, además del agasajado Rodríguez, Hernando Mendoza, periodista; Hugues Sánchez, historiador; el poeta Pedro Olivella Solano y la juez Fabiola Sánchez. Dolido en una expresión por la mala nueva del suicidio de un escritor en un pueblo del Cauca, muy amigo de Hernando Mendoza, este deslizó la tertulia hacia el fin trágico de algunos literatos.
Alguien de los presentes trajo a cuestión al poeta José Asunción Silva y de su ruina económica con los bienes de una herencia que lo sumió en el descrédito social en Santafé de Bogotá, de la fementida versión del incesto con su hermana Elvira, que lo llevó a dispararse el corazón, una media noche. Ernst Hemingway, el autor de ‘Adiós a las armas’ y de ‘El viejo y el mar’, fue otro escritor de quien se habló señalando que intentó quitarse la vida por tres veces, la última en julio de 1961, cuando con una escopeta de caza se disparó en Idaho, mientras su esposa dormía en otra habitación.
DESDICHA
Es difícil precisar después de tanto tiempo quiénes hacían los comentarios sobre estas particularidades, mas, retengo, que alguno recordó al japonés Yukio Nishima, un bravo nacionalista y poeta que estaba obsesionado con el código de honor de los samuráis, y que en la ceremonia de una hermandad secreta, ‘La Sociedad del Escudo’, se hundió una espada en el vientre hasta morir, empeño que otro del ritual completó con su decapitación.
También alguien de los concurrentes trajo el recuerdo de Stefan Zweig, un escritor alemán de origen judío, quien convencido de que los nazis dominarían el mundo, tomó con su esposa un potente barbitúrico en 1942, en Petrópolis, Brasil. El último de tantos comentarios de esa índole, fue el que referí de Fernando Milanés, quien hacía versos lánguidos y tibios, copista y amanuense de juzgados, que se destrozó la cabeza con un tiro, una madrugada en Ocaña, en su casa con corredores de arcadas.
Pedimos después al poeta Olivella que nos declamara algo de su poemario Caín, de reciente aparición. Todos en silencio degustábamos el mensaje cifrado en la voz de ese bardo nuestro. “Abel, tus ganados estropean el trigo/no conocen límites en la tierra/ y parecen ángeles en retozos sobre mis cultivos/Tú no haces fuerza cuando paren las cabras/pero mis uñas se quiebran en el suelo para germinar la semilla/ a Dios le agrada tu ofrenda de sangre/ y aparta la vista de mis tributos vegetales/mi sudor en la tierra clama justicia”.
Cuando recitó varios de sus poemas, con inseguridad, hice el apunte que tales versos tenían un amargor filosófico, un acento de desolación parecido a las rimas de Baudelaire, y de Rimbaud, que estaban en el catálogo de “los poetas malditos”, allá en la Francia de finales del siglo XIX, quienes rompieron los prejuicios de una pacata sociedad aristócrata con sus estrofas de belleza siniestra que destrozaban el puritanismo de la literatura, abrumados por el tedio de lo tradicional.
Otro de allí, esa noche, anotó que los versos de Olivella tenían un aire del nadaísmo de Gonzalo Arango, con su despilfarro de patetismo contra todas las reglas de lo estatuido, poniendo epitafio de sepulturero a la poesía rosa y con raya de frontera en lo libertino.
El tema tomó otra vía hacia el trabajo literario de Colombia en el siglo XIX. Me atrincheré en los conceptos de Fernando Ayala Poveda, mi amigo tunjano, el mejor crítico de nuestra literatura nacional. Entonces dije que los poetas de esa etapa diseñaron sus estrofas en la bohemia, hundidos en sus penas recónditas, metidos en el sótano de sus propios problemas, escribanos de ausencias y desengaños en la penumbra de las tabernas.
Se llegó a Julio Flores y a los poetas de La Gruta Simbólica. Se recitaron algunos epigramas de esa generación de vates que rindieron culto al gracejo del buen tono, que se guiaban por ideales superiores y que tenían un desprecio olímpico al dinero. Para recordar la liviandad de las grandezas humanas, departían con una calavera presente y hacían recitales en las fondas de las barriadas y en el ambiente deprimido de los cementerios bogotanos.
Un paso más y llegamos a la poesía de Guillermo Valencia. Fue tema del comentario que él hizo rimas con textura mullida, aromática y extranjerizante sin tocar para nada el suelo americano. Sus versos culteranos, de sombrero cubilete y levitón de paño, son extraños a lo nuestro, cuando pincela camellos, cigüeñas y desiertos lejanos. Hicimos el contraste con el peruano Santos Chocano con su potente versificación mestiza, hecha, como la del Tuerto López, con montañeros de zamarros, machetes campesinos, garrulería de loros y de matorrales en su poesía realista y ahíta de trópico.
Le puede interesar: Vuelo literario en el Cesar, con alas de exportación
En uno de esos escarceos de tesis encontradas, Diomedes dijo que la literatura de los clásicos estaba mandada a recoger. ¡Aquí fue Troya! Tomó llama la discusión pues Luis Eduardo Rodríguez y Olivella Solano se vinieron con escudo y lanzón luciendo argumentos que tendían a demostrar lo contrario. Diomedes, algo arrinconado, defendía la tesis de su afirmación con toda la ardentía de una verdad sabida. Era un duelo de argumentos contrarios. Entonces, para buscar contrapeso en ese lance, me dispuse al lado de Daza con raciocinios tibios que delataban mi falta de fe en su causa. Él lo advirtió y en una pausa de esa fogosa disputa, con divertida ironía me reconvino, diciendo: “Colega, tiene usted la hipocresía indecisa de los diplomáticos con los altibajos de los conceptos sobre el tema”. Todos rieron.
Entonces repuse: “Temis, la diosa griega de la justicia sostiene una balanza para medir el equilibrio de lo que juzga. Yo solo quise aparejar la carga para igualar la desventaja numérica. Solo he hecho un acto de justicia”. La risotada fue total ante la sutileza de mi azorada defensa.
ALLÁ EN LOS CIELOS
Para la época de nuestra formación estética, hubo el influjo del pentagrama musical de la canción protesta de Facundo Cabrales, Mercedes Sosa, Pablo Milanés y otros más que impusieron ese género. Los escritores y poetas también habían tomado los derroteros de la réplica y crítica de un mundo mal repartido, mal convivido y mal gobernado. Diomedes Daza no estuvo a distancia de esas reclamaciones, constancias y denuncias de los hechos sociales.
Esa noche, a instancias nuestras, declamó retazos de sus Proyectiles, La Ley y la Cultura y Allá en los Cielos. Su verbo despeinado y altivo me recordaba pasajes de la leyenda de Shamsha, el dios mesopotámico que desde las murallas de Nippar disparaba su arco de fuego con palabras fosforescente, así como inútiles, para dar luz a la mala conciencia de los reyes sobre lo justo y lo equitativo en sus mandamientos de gobierno a las muchedumbres sumisas de Sumeria.
También a ratos, el tono reposado y erudito de Diomedes, en otros versos que recitó esa noche, semejaban plegarias, como la de los lamas en los ateridos monasterios de El Tíbet que ascienden entre volutas de humo de los devotos braserillos, en súplica a Buda, de paz, justicia y pan para los desabrigados de todo derecho, para los desheredados de la tierra.
Nunca supimos, sino años más tarde, que la muerte nos hacía ronda. Nada hacía presagiar peligro, pese a las masacres y asesinatos que, en esa época, día a día, enlutaban a Colombia.
Cuando las manecillas de los relojes apuntaban media noche, Diomedes intervino para decir que, por venir un día laboral, suspendiéramos esa tertulia, pero el sábado próximo nos invitaba a seguir estas discusiones en su finca de Calleja, donde él como anfitrión cubriría todos los gastos. Fue la última vez que lo vi.
No bien había amanecido cuando a través del hilo telefónico me dieron la noticia del atentado contra él, a quien sus asesinos a mansalva y amparados en la penumbra de la hora esperaron en las inmediaciones de su casa.
Por la descripción de sus heridas, adiviné el peor desenlace. Incrédulo aún, con la mente aturdida por la mala nueva, me senté en el borde de la cama. Entonces pensé en García Lorca, un bardo español también asesinado en la madrugada de otro agosto, por las balas de los fusiles de la dictadura franquista.
Después, como un responso al gran amigo que se iba, en el lenguaje de sus musas, musité para él los versos de otro vate: “Cuando se pueda andar por las aldeas/y los pueblos sin ángel de la guarda/Cuando sean más claros los caminos y brillen más las vidas que las armas/Cuando los tejedores de sudarios oigan llorar a Dios entre sus almas/Cuando en el trigo nazcan amapolas y nadie diga que la tierra sangra/Cuando la espada que usa la justicia aunque desnuda se conserve casta/Cuando el pueblo se encuentre y en sus manos teja él mismo sus sueños y su manta/Cuando la paz recobre su paloma y acudan los vecinos a mirarla/Cuando el amo suspenda las cadenas y le nazcan dos alas en la espalda/Sólo en aquella hora, podrá el hombre decir que tiene patria”.
Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar.
Por: Rodolfo Ortega Montero