Propietario de una destilería de aguardiente casero en Panamá y envuelto en un proceso criminal, tal era la carta de presentación de Joseph Russell, un inglés que ejercía como Procónsul encargado de su país, en reemplazo del titular Malcon Macgregor. Entre aquel señor y Justo Paredes, un comerciante, había un pleito casado al parecer por una herencia y un dinero prestado. Una noche de enero de 1836 ocurrió un mal encuentro entre ambos, pues Russell estrechó contra un muro a su malqueriente Paredes y con un bastón que cubría un estoque, lo hirió en una tetilla. Así comenzó un drama que humilló a nuestro gobierno de la Nueva Granada.
Siguiendo el suceso, se formó un tumulto en el lugar de los hechos y de allí salió un juez cantonal que haciendo justicia propia le dio un bastonazo a Russell que le sangró la sien. El barullo que se formó entonces fue peor. El Procónsul se fue herido a su casa, pero a poco le llegó la orden de detención con guardias en la puerta de su casa. El Gobernador del Istmo, don Manuel Hurtado, influyó para que apresaran al juez agresivo y lo recluyeran en una cárcel pública. Mes y medio después llegó a Panamá Thomas Turner, el nuevo Cónsul, quien exigió la libertad de Russell y la entrega de los archivos del Consulado que estaban en la casa de éste. El asunto cobró cuerpo y hubo cruce de notas entre el embajador inglés en Bogotá y nuestro ministro de Relaciones Exteriores. Se sabía que Inglaterra buscaba un pretexto para robarnos a Panamá, una posición estratégica, como había ocurrido un siglo antes cuando le arrebató Gibraltar a España.
Los ingleses apretaban y exigían la destitución de las autoridades judiciales que habían ordenado seis años de prisión para Russell y una compensación para él de mil libras esterlinas. Si tal condición no se cumplía, la flota naval británica bombardearía a Cartagena y bloquearía nuestra costa Caribe. Entonces Nueva Granada, nuestro país, se puso en pie de guerra. El Consejo de Estado autorizó al Gobierno reclutar veinte mil hombres y conseguir préstamos para sufragar la emergencia. El Tribunal de Apelaciones del Magdalena, bajo cuya jurisdicción estaba el Istmo de Panamá, anuló la sentencia contra Russell, mandando reconstruir el caso por defecto en su tramitación. Alguna mortificación mantenían los ingleses por la absolución que nuestra justicia le daba también al juez agresor, por la negativa de destituir a los jueces del caso y por no dar la indemnización que exigían para Russell. Desde Jamaica se vinieron los barcos ingleses para bloquear nuestras costas. El presidente Santander hizo distribuir una proclama, concentró tropas en Cartagena y designó como Jefe Militar de la Costa al general José Hilario López, quien llegó a esa ciudad en 1836. Pronto se reunió con el comodoro Peyton en la fragata inglesa Madagascár y allí propuso leer algunos apartes de nuestra Constitución, pero éste, arrogante, rechazó la propuesta y pidió que se dijera sí o no a las exigencias sin discutir más. Sin embargo quiso saber sobre la suerte que correrían los ingleses que vivían en Cartagena, a lo que López le respondió que estaban protegidos por la misma Constitución de la cual él no quería saber nada. Esta respuesta picó al honor del Comodoro, quien propuso enviar un navío a Panamá para tomar información de la situación de Russell. Un día de febrero de 1837 ancló un buque mercante y de allí bajo aquél libre, porque el juez del caso concluía que era competencia de la Corte Suprema de Justicia. Quedaba pendiente la indemnización para Russell. José Hilario López acudió a un amigo que prestó la suma, pero además exigió a los ingleses que la fragata capitana de ellos izara el pabellón granadino y lo saludara con una salva de cañones, y así se hizo.
No se supo que era más vergonzoso, si la flota británica que se bajaba al vil oficio de cobrar cuentas o nuestro gobierno en ruina que no podía conseguir mil libras esterlinas, que finalmente prestó el coronel Juan Gutiérrez de Piñeres. De todas maneras quedamos alicaídos y con el honor bien estrujado por este caso de agresión.