“Mas el que se gloríe, gloríese de esto: de que me entiende y me conoce,…” Jeremías 9:24 (LBA)
La iniciativa de nosotros como creyentes, no debe estar dirigida hacia la búsqueda del placer personal, sino hacia el conocimiento de Jesucristo. Nunca debemos pensar que nuestras circunstancias son casuales, ni que nuestra vida está dividida entre lo secular y lo sagrado; sino que debemos utilizar todas las circunstancias, como un medio para conocer más a nuestro Señor.
Nuestra actitud debe ser de entrega y sumisión incondicional a él, procurando desarrollar plenamente a Jesucristo en cada área de nuestras vidas. En todas las actividades relacionadas con el trabajo, la familia, la autorrealización, debemos tomar la iniciativa de que Jesucristo sea exaltado y pleno en ellas.
Con demasiada frecuencia ocurre que la iniciativa es el resultado de comprender que hay algo por hacer y que debemos hacerlo. Sin embargo, el objetivo debería ser, alcanzar la exaltación y la plenitud de Jesucristo en todas las circunstancias de la vida.
Amados amigos lectores, ¿Lo conocemos en el lugar donde nos encontramos hoy? ¿Estoy edificando el cuerpo de Cristo, o solamente estoy buscando mi propio desarrollo? Todos tenemos la capacidad de ser perezosos espirituales: queremos permanecer fuera de los caminos tortuosos de la vida y nuestro objetivo espiritual más alto, es asegurarnos un refugio pacífico lejos del mundanal ruido.
La verdadera prueba de nuestra espiritualidad, se presenta cuando tropezamos con la injusticia, la mezquindad, la ingratitud y el caos. Todas estas circunstancias tienden a hacernos espiritualmente perezosos y a remover a Jesucristo del centro de nuestra vida. Recurrimos a Dios para obtener paz y gozo, sin comprometernos a que él se haga real en nuestras vidas. Inmersos en la cultura, queremos disfrutarlo, pero sin compromiso.
El trabajo activo, las ocupaciones, el servicio social, y la actividad espiritual no son lo mismo.
Al contrario, la ocupación constante, puede convertirse en una falsificación de la espiritualidad.
Lo esencial es mi relación personal con Jesucristo. Cumplir el designio perfecto que Dios tiene para mí, exige una total sumisión y mi completa rendición a él.
Siempre que antepongo mis deseos, la relación se distorsiona. Sería un gran fiasco comprender que no me he preocupado por la exaltación y el desarrollo pleno de Jesucristo, sino únicamente por disfrutar lo que él ha hecho por mí.
Nuestra meta debe ser, Dios mismo. Ni siquiera su bendición, sino él mismo, nuestro Dios. No el disfrute de sus dadivas, sino el conocer al dador de las dadivas. La meta de nuestra vida, debe ser, no sus manos, sino su rostro. El conocerlo a él, tal como fuimos conocidos por él.
Mi invitación hoy, es a disponernos a dar el primer paso para exaltar a Cristo y no a nosotros mismos.
Él es digno de confianza. Vale la pena invertir la vida en conocerlo. Los resultados serán frutos apacibles de justicia en esta vida y en la venidera.
Exclamemos como San Pablo, en Filipenses: “¡Quiero conocerlo a él!”.
Abrazos y muchas bendiciones…