Mary Daza Orozco aprovechó la soledad y el silencio de la cuarentena para escribir ‘Si me olvidas, no sabes lo que te puede pasar’, una novela que expone los sentimientos y los instintos básicos del ser humano: el odio, el sufrimiento, la soledad, la barbarie.
Mary habla de un amor violento, un amor cercano a la muerte. Ubica la historia en el contexto del covid-19, pero sin olvidarse de la guerra que carcome a Colombia.
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En esta novela usted hace referencia a la pandemia, al conflicto armado, al desamor, al suicidio, ¿su intención con esta obra era hacer una exposición de todas nuestras tragedias?
No exactamente. Es tener presente que a pesar de vivir por estos días en un escenario tan terrible como el de la pandemia por covid-19, los actores del mal siguen actuando con más ardentía, que la violencia, en sus diferentes manifestaciones, sigue procediendo, sin importarle el dolor que subsume a la patria y al mundo.
La novela tiene una estructura particular. Por un lado, muestra una historia de amores difíciles. Y por otro lado, hay unas columnas sobre diversos temas: ¿cómo surgió la idea de introducir la opinión en la novela?
Como ve todas las columnas son utilizadas para reforzar recuerdos y esperanzas, como los de la abuela. Notará que los artículos escogidos son pequeñas crónicas llenas de mucha sensibilidad, en unas se encuentra el amor por lugares y personajes, en otras sigue la denuncia del dolor que no cesa en la patria.
En principio quise hacer una compilación de mis columnas publicadas, pero mi estilo es narrar el porqué de lo que escribo. Esta técnica se viene usando desde Stendhal, cuando en ‘Rojo y Negro’ y en ‘La Cartuja de Parma’, usó los que había publicado en un periódico francés. Hoy se sigue usando por muchos que son periodistas y escritores.
En la columna ‘Cuando las madres lloran a los hijos ajenos’ usted se refiere al homicidio de la niña Yuliana Sanboní. Cuéntenos un poco sobre las lágrimas que derramó por esta tragedia que conmovió a todo el país.
Es una de las columnas más duras que he enfrentado. La niña murió a dos cuadras del edificio en donde vivían mis hijos en Bogotá, mi espíritu periodístico, o quizás mi condición de madre, me movieron a ir hasta ese lugar terrible, en el que se le ofrecían velas, consignas y flores a la niña vapuleada.
No pude aguantar el llanto, todos allí aglomerados lloraban, eran lágrimas ardientes, de mujeres que ni conocieron a la niña. Fue así como se me ocurrió el título de la columna: ‘Cuando las madres lloran a los hijos ajenos’.
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Hablemos de Alana, la protagonista de la historia, ¿de dónde viene ese nombre?, ¿cómo fue la construcción de ese personaje?
A Alana la conocí en el Gran Bazar de Estambul. Tenía un puesto de dulces y de especias, una joven bella, se movía en su negocio con entusiasmo y amabilidad. Yo esperé mi turno, era la última, y le pedí unas macadamias. Cuando ya me atendió, me sonrió, sacó un cuaderno de un cajón y se dedicó a escribir.
Pensé que anotaba las cuentas de lo que había vendido, pero cuando vio que no me movía, me dijo, en un enrevesado español, que estaba escribiendo un cuento y me mostró las páginas de las que, por supuesto, no entendí nada. Le pregunté qué significaba su nombre (los turcos le dan mucha importancia al significado de sus nombres) y me dijo: “Valiente”. ¿Qué mejor nombre para mi novela? Necesitaba una mujer decidida, y eso vi en la turca.
Otro personaje de su libro es Ricardo, un guerrillero que tiene el alias de “El Comandante”, ¿este personaje tiene algún vínculo con Ricardo Palmera?
No. Ricardo era un joven morenito, tenía un afro y unos ojos vivaces. Era amigo de Luis Fernando Rincón y trabajaron en el programa Aguachica Laboratorio de Paz. Cubrí ese proyecto para El Espectador y me hice amiga de Ricardo. Me regalaba guayabas, sabía que me gustaban. Cuando lo mataron junto con Rincón, me dolió mucho y dije que algún día le haría un homenaje. Por eso lo convertí en un personaje del libro.
Esta historia se narra en dos espacios claves “La Cabaña” y “La Casa”, ¿estos espacios tienen alguna conexión con su propia vida?
No creo. Necesitaba unos lugares para desarrollar la historia y esos me parecieron los ideales. Siempre he deseado una casita frente al mar (la de la novela es cerca al río) y tengo mi casa en la que he escrito tanto y tanto, pero nada tienen que ver con esos espacios del libro.
En alguna entrevista usted se define como “una romántica a morir”, ¿quizás por eso en su obra el amor suele estar muy cerca de la tragedia y el dolor?
Es posible. Mis amores (si es que han sido amores) no me dejaron dolor, pero sí decepción. A pesar de eso sigo siendo muy romántica, es de nacimiento. Aunque tengo otro concepto del ser romántico: es todo aquel que tiene un sueño y lucha por hacerlo realidad, aunque le cueste la muerte.
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Finalmente, ¿por qué le dedicó este libro a un sacerdote?
Hace tiempo dicto clases de español en el Seminario Juan Pablo II, y allí charlé varias veces con el padre, es filósofo, muy comprensivo y generoso, se convirtió en mi director espiritual. Cuando comenzó la pandemia, le dije que tenía miedo de que eso se extendiera. Se dio cuenta de mi ansiedad y me aconsejaba, pero hubo algo importante, me preguntó qué estaba haciendo y le dije que escribiendo un libro.
Entonces comenzó a animarme, con mucha frecuencia me decía: “Escriba”, o me preguntaba: “¿Cómo va el libro?”. Si alguien te inspira y te impulsa en un proyecto incondicionalmente, tú agradeces. Cuando se dedica un libro ya no es de uno, este le pertenece al padre Luis Carlos Bermúdez Quintero.