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Zamira o un elogio a la honestidad

Entré en completo silencio, con el acelere que inspira el tiempo incumplido, los ojos todavía divagando por mis reflexiones matutinas y la frente arrugada como un acordeón. Seguí hasta la mesa en medio de miradas penetrantes, murmullos y algunos quejidos incomprensibles. Saqué el computador portátil del morral, respiré hondo, miré hacia el frente y descubrí que el salón se encontraba repleto de caras ansiosas, expectantes. Dejé de pensar en la injusticia de la suerte y los propósitos nuevos y me instalé en la realidad del momento: el Grupo A del curso de Derecho Constitucional de la UDES sede Valledupar.

Solté una sonrisa con el ánimo de apaciguar la tensión, saludé en voz alta y los estudiantes contestaron con un coro descoordinado: “Buenos días, profe”. Esa mañana teníamos un examen, así que les recordé las reglas de juego: “Bueno, ya saben que el parcial vale el 40 % del primer corte, es oral, son dos preguntas para cada uno y van a ingresar en grupos de cuatro”. Ubiqué el computador en la mesa, lo encendí, lo conecté al enchufé y enseguida añadí: “Tienen dos opciones: entran de forma voluntaria o los llamo al azar, ustedes verán”.
Los alumnos prefirieron la espontaneidad antes que la suerte. De modo que empezaron a entrar sin presiones, conducidos por sus conocimientos y quizás por sus instintos. Como es un grupo de 40 estudiantes y solo teníamos dos horas para hacer la evaluación, resolví hacer preguntas concretas, punzantes. Indagué sobre las formas de interpretar la Constitución, los factores que originaron al Estado, los tipos de gobierno, la descentralización, el mínimo vital, entre otros temas. El hecho concreto que me conllevó a escribir este relato, sucedió cuando ingresó el quinto o sexto grupo.
Al frente mío se sentaron cuatro estudiantes. Todos estaban tranquilos, sin afán. Antes de empezar con la ronda de preguntas, a cada uno le fui comunicando la nota que había obtenido en un debate que hicimos sobre las formas de Estado y los sistemas de Gobierno, que significaba el 30 % del corte, y la calificación de un parcial escrito de selección múltiple con única respuesta que tenía, igualmente, el porcentaje recién señalado. Layd Zamira Robles fue la última estudiante en recibir sus notas: alcanzó 3,9 en el debate y 5,0 en el examen escrito, que le entregué en el acto. Entre contenta y curiosa, Zamira (como le gusta que la llamen) se dispuso a revisar su parcial mientras yo ultimaba detalles para comenzar la evaluación.

La franqueza es una chispa que flota en los ojos. Cuando iba a efectuarle la primera pregunta a uno de sus compañeros, Zamira me interrumpió con suavidad: “Profe, mire, se equivocó —dijo mostrándome el parcial—. La tercera pregunta me la colocó como buena pero en realidad estaba mala, así que mi nota no debe ser 5 sino 4”. Atónito, inspeccioné el examen y comprobé que era cierta la afirmación de aquella muchacha morena, delicada y de cabello ondulado. Soy un profesor joven, espontaneo y fervoroso que se emociona mucho con la inteligencia, la suspicacia y la madurez de los estudiantes.

De manera que corregí la nota del parcial escrito, pero decidí exonerar a Zamira del oral, ya que sentí la necesidad de reconocer un atributo que resulta poco habitual en los seres humanos: la honestidad.
En la Costa Atlántica y en muchas otras partes de Colombia tomar atajos es sinónimo de poder, bravura y hasta inteligencia. La honestidad suele ser apreciada como una conducta de los idiotas, de los pendejos. Poco se valora la seriedad y la rectitud de la gente. Me atrevo a decir que los tramposos reciben más premios que condenas, siempre están llegando al triunfo con sus mañas. Por eso recompensé a Zamira por su gesto, hay que enaltecer más la honradez de las personas, sobre todo en el contexto de una carrera tan desprestigiada como la abogacía.

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Carlos Cesar Silva: