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“Yo soy Iglesia y la catedral es mía”

Ante la sorpresa de sus familiares y paisanos, el hijo de José y María, que había heredado de su padre la profesión de carpintero, decidió un día abandonar la casa materna y recorrer los polvorientos caminos del país pregonando la llegada de un reino de justicia y de paz, y la necesidad de adecuar la vida a las exigencias de tal reino. Muchos lo consideraron una locura.

Es cierto que en el aire se respiraban ansias de renovación, producidas por años de gobiernos déspotas y corruptos que oprimían y explotaban al pueblo. Es cierto que todos deseaban la libertad, la independencia, la justicia, la paz y todas aquellas cosas que, en pleno uso de sus facultades, desea el humano corazón, pero ¿qué podría ofrecer “el hijo del carpintero”? Su discurso resultó ser más una prédica moral que una auténtica revolución social. Para muchos fue un fracaso absoluto, pero otros comprendieron que si cambia la vida de las personas cambia la sociedad misma, porque “el todo no es otra cosa si no la suma de sus partes”.

Al principio, un puñado de personas decidió embarcarse en esa nueva aventura, cuyo resultado no podía vislumbrarse aún en el futuro cercano; pero, poco a poco, el grupo fue creciendo, atraído por las enseñanzas del Maestro, la verdad que brotaba de sus labios, la claridad y la sencillez de sus palabras. Así se formó la Iglesia. Una comunidad que, reunida en torno a la figura de Jesús, descubrió a Dios como Padre y se unió cada vez más como familia, compartiendo el mismo estilo de vida, los mismos sacramentos y la misma forma de dirigirse a Dios: “Padre nuestro”.

Pasado un tiempo el Maestro fue crucificado y los discípulos tuvieron que enfrentar la más grande de las crisis: habían puesto en él sus esperanzas y ahora su cuerpo ensangrentado colgaba de una cruz en la cima de un monte. ¿Dónde quedaban sus promesas? ¿Dónde el reino deseado? ¿Dónde estaba Dios? En la mañana del siguiente domingo, algunas mujeres afirmaron haber visto vivo a Jesús, pero la razón impidió a los discípulos creer semejante desvarío. Entonces, estando todos reunidos, el Maestro apareció. Llevaba ahora en sus manos y en sus pies, así como en su costado, sendos agujeros, prueba de que en verdad la lanza y los clavos había atravesado su carne. ¡Estaba vivo! ¡Había resucitado! La noticia se divulgó, los discípulos daban testimonio de aquella verdad y hasta ofrendaron por ella sus vidas, y la pequeña comunidad se convirtió en grande.

Fueron, entonces, necesarios nuevos espacios para reunirse a rendir culto a Dios y también recibir la enseñanza de los sucesores de los apóstoles. Algunos de esos sitios fueron donados por ricos, nobles y hasta emperadores que llegaron a hacerse cristianos, pero alrededor del mundo, fueron las manos de los mismos creyentes quienes levantaron templos, grandes o pequeños en los que pudiera reunirse la Iglesia. ¿Qué es, pues, la Iglesia? No otra cosa sino una gran familia, unida en torno a la presencia de Jesús y sus enseñanzas, que comparte los mismos sacramentos y que, habiendo sido alcanzada por la gracia, llama a Dios de una misma forma: “Padre nuestro”.

La Diócesis de Valledupar ha emprendido la construcción de un nuevo espacio, en el que se pueda reunir la comunidad eclesial a celebrar los misterios de la fe. ¿A quién pertenece la catedral? ¡A la Iglesia de Valledupar! ¿Qué es la Iglesia? ¡Una comunidad! ¿Qué conforma el todo? ¡La suma de sus partes! ¡Yo soy parte de la Iglesia! ¡Yo soy Iglesia! ¡La catedral es mía! ¡Yo construyo la catedral! No importa si soy rico o pobre o si pertenezco a ese concepto mal delimitado al que llaman “clase media”, ¡Yo soy Iglesia y la catedral es mía! Que nadie se sienta excluido de esta dicha ni de esta responsabilidad, no hay barreras ni excusas, porque hasta la viuda pobre pudo ofrecer en el templo el par de moneditas que constituían todo su haber. ¡Yo soy Iglesia y la catedral es mía! Feliz domingo.

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