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Ya no hay quien le mande flores

Murió como mueren los nobles de corazón, casi aislado y en manos del olvido. ¡Yo diría que no! Todavía le quedan unos amigos que son el reflejo fiel de su manera de ser, como diría el viejo Poncho Cotes.

Una severa enfermedad, de esas que no dan espera, lo abatió y sacó del mundo de su amada provincia y del mundo de la vida, pero su manera de ser es herencia ineludible que ha incidido en muchos de sus amigos, sobre todo en aquellos que recibieron el amparo directo de una mano generosa y desprendida que sentía dentro de su espíritu el fervor de los que nacieron para servir y no para ser servidos.

Ayudó a muchas personas a formarse dentro de la cultura y el conocimiento, entre ellos me cuento y soy testimonio real de muchos más, que, como yo, sumidos en necesidades palpables para coronar unos estudios, él, de forma espontánea y cariñosa, invadido por la caridad cristiana se tomó como suya esta misión.

En toda la provincia regó sus bondades y su espíritu de servicio al prójimo, no solo traducido en ayudas materiales, también regando afecto por todas partes, que le sirvieron para conquistar el apelativo de “Alfonso Murgas, el de siempre”. También a los que poseían un bienestar estable, en momentos de dificultades les rendía con su asistencia, para impedir su caída. Era el amigo de sus amigos y esta virtud la manejaba como anillo al dedo, con facilidad, altura y respeto.

Fue como “Juan Charrasqueado”, bohemio, parrandero y mujeriego, pero asumió con responsabilidad parroquial sus actitudes al lado de una vida feliz, lograda por el simple hecho del servicio social humanitario.

La suerte de una familia de trabajo permanente le golpeó con las facilidades económicas que produce la riqueza material bien concebida, llegando a tener de todos los bienes tangibles e intangibles, que los usó para beneficio de todos sus allegados y personas especiales y de todos los que en su camino encontró sumidos en el fondo de las angustias de la pobreza.

Dad hasta donde puedas, pero procura no quedarte sin nada, pues más tarde, en este mundo ingrato, a lo mejor muy pocos te recordarán, es la sentencia que promulgan algunas religiones. Él no lo hizo así, se fue quedando sin nada y se durmió en su propio destino: la pérdida de sus riquezas materiales que cambió por el afecto y el bienestar de muchos. En su corazón, por el solo hecho de ser bondadoso, no existió la envidia.

Tuvo mucho dinero, pero no bajo el móvil de la avaricia, sino, bajo la herencia del sudor campesino de una gente de trabajo representada en su familia, que en sus manos convirtió en símbolo de la caridad y el servicio. Esas fueron sus metas.

Agobiado por una enfermedad mortal fue a parar a Bogotá en busca de un alivio casi imposible, y de la mano de uno de sus sobrinos logró escapar a la muerte en el tiempo que esta le tenía programado, pero murió, y en aquella ciudad fría y tenebrosa hoy reposan sus restos bajo la presencia de la nada, que le sumerge cada día en la inexistencia total, pero que aún se puede revivir si se hace el esfuerzo, nada difícil, de rescatar sus restos y ubicarlos al lado de Andrés Becerra, su gran amigo, y de sus coterráneos en San Diego, el pueblo de sus encantos y de su gente. Debe estar pidiendo a gritos que lo saquen de allí, pues nunca fue amigo del frío, en especial de aquel que sacude los recuerdos para llevarlos al olvido.

Traigamos por lo menos sus cenizas, pronto; si así lo hacemos, allí en su tierra natal tendrá flores de todos los colores y con aromas permanentes esparcidos en el ambiente, avivando los recuerdos de un hombre bueno que nació para servir.

Nada de exequias, pues estas solo satisfacen la vanidad de los vivos, pero sí una fiesta de exaltación de su vida, con unos tragos de fondo para revivir nuestras emociones y el cariño por aquel amigo, ¡Alfonso Murgas, el de siempre ¡

Recuerden que, la muerte es el estado en que el mundo de los hombres se convierte en el mundo de los nombres, y así, quien favorece y lucha por el bien y futuro de una región su nombre nunca ha de morir. ¡No será olvidado ¡ 

La forma en la que utilizó la vida y sirvió al prójimo fue lo que le hizo valioso, aunque hoy “ya no hay quién le mande flores”.

Por: Fausto Cotes N.

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