El hacinamiento carcelario, el cual actualmente se estima en más del 50 % con expectativas de llegar al 70 % en cuestión de años, ha sido desde siempre una de las grandes deudas sociales de nuestro país. La incapacidad del Estado para proporcionar condiciones humanitarias a sus presos, y llegar así a una verdadera resocialización del condenado, como supuestamente se propende según lo consignado en nuestra política criminal, se ha convertido en una talanquera para la mismísima administración de justicia. Esto en un país donde el delito no descansa, no puede ser otra cosa que la antesala de una crisis inminente.
Muchos han sido los esfuerzos infructuosos para salirle al paso a esta bomba de tiempo. Desde el desesperado proyecto de Código Penitenciario y Carcelario presentado por el Ministerio de Justicia en 2012 que buscaba reconfigurar el sistema para dejar libre a presos con penas inferiores a 10 años que no tuviera antecedentes, hasta la silenciosa recomendación que aplican los jueces a la hora de dictar medidas de aseguramiento intramural. Si en alguna ocasión viendo el noticiero se han preguntado cómo es posible que delincuentes con prontuario, capturados en flagrancia y con el arma del delito en la mano salgan libres en cuestión de horas, aquí está su respuesta.
Ahora se presenta ante nosotros una nueva oportunidad para eludir nuestros problemas e ignorar al gigante elefante que está en la mitad de la sala: La visita del Papa. En general, las llegadas al país de líderes espirituales, sin importar el credo, debería tener única y exclusivamente el significado que tienen y nada más a partir de allí, es decir, constituirse en un hecho simbólico y religioso que pretenda reforzar la fe de los creyentes. Pero en Colombia este tipo de actos, y más aún si su figura central es de una relevancia tal como lo es Francisco, toman toda clase de tintes, permeando estamentos sin relación, por ejemplo, la política criminal.
Así pues, tres proyectos de ley de jubileo ya están listos para iniciar su carrera en el congreso, cada uno compitiendo en su propio carril del populismo legislativo por un mayor o menor descuento automático para determinadas penas. Una vez más, tal y como ocurrió en el pasado con Pío VI y la Ley 40 de 1968 o con Juan Pablo II y la Ley 48 de 1987, trataremos de expiar nuestros pecados estatales en materia penitenciaria con el arribo providencial del Papa. Iniciativas que disfrazadas de altruismo y buena voluntad solo son el reconocimiento inconsciente de que perdimos el año, otra vez, en material criminal y que la solución para el hacinamiento aún no se vislumbra cercana.
¿Qué culpa tiene el Papa de que las cárceles colombianas estén desbordadas de presos en condiciones insalubres? Ninguna, pero tal parece que su visita es la más contundente y efectiva de nuestras políticas criminales. Una respuesta insuficiente en un país con escandalosos índices de impunidad, un aparato punitivo cada vez más desprestigiado y en el que la justicia es un lujo de pocos.
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