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Y parece un cuento

A Manaure, hace muchos años, llegaron familias santandereanas. Venían huyendo de la violencia política (así la llamaban) que en su departamento se desató con ferocidad; cerca de mi casa se instaló una familia inolvidable: Los Quintero Serpa, Martín y Lucila, con sus hijos hicieron parte de ese mundo que se cree mágico: la niñez.

Lucila era pianista, pintora y le gustaba la repostería, sus tortas eran de delirio para nosotros los pequeños primos que menciono en mi libro ‘Beliza, tu pelo tiene…’ Martín llevaba unos libros en los que escribía algo, gozaba de la naturaleza, lo más relevante era el amor que compartían, tanto que a su hijo mayor lo llamaron Lumar, sus nombres entrelazados; hasta hoy y para siempre los recordaré como el matrimonio perfecto.

A cualquier hora se escuchaba una melodía que se repetía por el eco de los montes dentro de la placidez de Manaure el de los aromas a rosa y azahares, era Lucila al piano; hacía un derroche de música que nosotros, los pequeños, nunca habíamos escuchado: nos asomábamos a verla tocando y mirando un libro que después, lógico, supimos que se llamaba partitura: los pájaros aprendieron nuevos trinos escuchando a Beethoven, Schubert, y otros maestros que hacían su debut en el pueblo interpretados por esa señora fina y bonita.

Fue un día cualquiera, al despedirse de una visita que hacía a mi madre, cuando llamó a sus pequeños hijos y les dijo: `vamos que hoy hay que encenderle la velita a su tío”. Era un ritual mensual: ante una fotografía de un apuesto militar encendía la veladorcita en su memoria; uno de sus niños nos dijo que era su tío y que estaba en el cielo.

Lucila le contó a mi madre que su hermano, que era capitán, había muerto en la revuelta del 9 de abril y que en el momento en que murió su esposa, muy joven, daba a luz a su segundo hijo en la Clínica de la Magdalena. La historia se volvió asombrosa, porque nos contaban nuestros mayores que la joven madre lo vio entrar a su habitación donde descansaba después del parto, la observó sin decirle nada y se quedó largo tiempo detallando a su hijo y salió del cuarto pero nadie vio su figura etérea, solo la esposa, porque a esa hora moría ante el Palacio de San Carlos (Palacio de la Carrera) acribillado por la turba frenética.

Ahora cuando se transmite la historia del Dr. Mata, en la televisión colombiana, y se revive el Bogotazo, se me dio por estudiar bien cómo pasó todo, y encontré el caso del capitán Mario Serpa, que póstumamente recibió el grado de Mayor. Me conmocionó, recordé su imagen en la casa de Lucila y Martín, la velita y la historia que el pueblo alargó. La leí en Internet contada por uno de sus hijos, Jorge Erazo Serpa CN quien habla que se despidió de él, que era un niñito, con un beso: “Esa despedida calentó mi mejilla por un instante, pero me dejó triste y frío el corazón para toda la vida”.

Corroboró la historia que para mí se volvió inolvidable. ¡Ah, la historia de nuestra Colombia, tan violenta, tan asombrosa, tan melancólica, tan desconocida por las nuevas generaciones!

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