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Viviendo sin prisa

Existe hoy en día una generalizada necesidad inexplicable por apresurar, por correr, por cambiar de lugar, de etapa, de posición, de nivel, de fecha, de qué se yo, de todo. Se vive de afán, se anhela que termine rápido el año, que empiece el nuevo, que el nuevo pase rápido y termine; y así hasta el final del infinito breve que nos toque vivir aquí.

Se maneja con afán sufriendo cada pausa del tráfico, se camina con paso acelerado por la calle, así no haya urgencia de llegar a casa o al destino inmediato; como si el paso precipitado pagara las cuentas, apaciguara discusiones, apagara odios y borrara miedos.

Más que un afán por llegar no sé dónde, es un huir permanente de algo que se desconoce con puntualidad, que no se comprende con exactitud, que no se puede nombrar, pero está ahí detrás del corredor de la vida, del que tiene prisa por todo todo el tiempo; un permanente escapar del encuentro consigo mismo y con la soledad con la que todos nacimos y a la que se le teme más por desconocida que por infame.

Hemos olvidado que no tenemos todo bajo control, que hay muchos resultados que no dependen de lo que hagamos, que no podemos llegar a todos los sitios, que no tenemos tampoco solución y respuesta para todas las cosas; y más importante aún: que no es nuestra responsabilidad siempre tenerlas. Se ha olvidado el ocio creativo, la reflexión al azar, la conciencia de cada paso dado, del color del día, de los olores y su capacidad para devolvernos en el tiempo. Se subestima la distancia con las cosas, la habilidad para decir que no y la habilidad de vivir el aquí y el ahora se considera superficialidad y un manejo irresponsable de la vida. Pero la verdad es diferente. Poner pausa y centrar la atención en el momento desarrolla nuestra sensibilidad, borra o mantiene a raya la crítica y la queja y nos hace conscientes de lo mucho que tenemos para agradecer en cada instante, en cada experiencia.

No hay arte con afán, no hay sabiduría ni reflexión en el torbellino acelerado de la impaciencia. No veo el afán de acelerar nuestro corto tiempo aquí, esa corta estancia comprendida entre el vientre y el olvido. Yo la cojo suave. Veo y oigo a la gente hablar de correr, hablan de huir, de cambiar, de escapar; y sigo sin entender. Yo en cambio, soy amante de frenar el ritmo desbocado y bajarme a mirar. De masticar cada momento y cada reflexión recitarla como contándola como anécdota a la mujer amada. En cualquier sendero, pasillo o bosque inventado me siento aún a leer o a pensar; o a no pensar y a olvidarme de todo. A mí más que escapar o correr, me gusta estar. Y eso hago.

Por José Gregorio Camargo Restrepo

 

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