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Villanueva – Valledupar

Cortísimo Metraje

Por Jarol Ferreira

“¡Ah de la vida parva, que no nos da sus mieles
sino con cierto ritmo y en cierta proporción!”
Barba Jacob

Sin tener en cuenta que además de puente era domingo- el peor día de la semana aunque aparezcan mis columnas- y queriendo vencer  al estrés postraumático que me dejó la experiencia referida en el artículo anterior, llegué a la calle del comercio de Villanueva, a esperar al carrito que me llevaría a una cita al Valle para la que ya iba tarde.

Por ser domingo todo el pueblo salió a rezar, a fornicar, a tragar, a visitar a sus muertos, y de compras; incluidos los conductores de todos los taxis colectivos legales. No sé por qué no se turnan, si el domingo es el día más intermunicipal de la semana, pero eso  genera la oportunidad perfecta para oportunistas piratas que encuentran en este bache una opción laboral para hacerse a los pesos que despilfarrarán en diciembre.
Ya en el aire se perciben ráfagas de brisa loca,  a los troncos de los árboles que oxigenan las avenidas ya se adhieren las primeras luces intermitentes.

Sólo pasaban modelos  destartalados – fuera de circulación en las  capitales, pero  materia prima para improvisados transportistas- repletos de hombres mujeres, animales y niños; la mayoría provenientes de la Alta y Media Guajira.
Hasta que llegó el mío, un Mazda 626 con aire acondicionado y el asiento del copiloto vacío. Atrás venían: una india con su retoño, un maicaero y un paisa. El conductor era de Fonseca, tenía treinta y cuatro años, dos mujeres, tres hijos y un proyecto de novia que le resultó de las múltiples visitas a Valledupar.

Apenas saliendo de Villanueva, antes de cruzar el puente, ya nuestro chofer había cerrado, chocado y amenazado con golpear a un torpe al volante que, aprovechando el domingo, salía de paseo con su familia. Arrancamos y en menos de dos minutos ya estábamos en Urumita, llevando a la india y a su indiecito a su casa.
La india entregó un puñado de billetes al conductor y salió del carro apresurada, hacia el rancho que la alojaba. El chofer vio que faltaban cinco mil pesos- una fortuna en la guerra del centavo- y otra vez a bajarse a pelear. Para atender a sus reclamos apareció una mujer, cuarenta años más vieja que la que entró segundos antes, y le dijo que la india le mandaba a decir que no tenía más plata, que eso era lo que ella pagaba. Y,  terminado su recado, dio media vuelta y desapareció hacia los aposentos de la choza. Nuestro conductor volvió al carro, frustrado dio un portazo y  refunfuñó:” Yo conozco al marido de esa india… Esa plata me la tiene que dar…. Le voy a preguntar: ¿Oiga primo, y es que usté no le da el pasaje completo a su mujé?”

En media hora llegamos a un valle bañado por una brisa triste que plagaba de un silencio sepulcral la vida de sus habitantes. Poco a poco la mazorca rodante fue desgranándose en un degradé social hacia el noroccidente de la ciudad, desde Garupal, pasando por Los Cortijos, hasta llegar a mi destino. Pagué, agradecí al chofer y me bajé, pensando que la experiencia concluía. Pero al final de la tarde debía regresar a mi lugar de origen, mi aventura apenas comenzaba…

 

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