Mucho después de fallecido, una madrugada Waldina vio la silueta inconfundible del perfil de Felle entre el follaje del jardín. La muerte de un amor causa un dolor que va más allá de la melancolía.
El cuadro se mantuvo en la naturaleza unos segundos, luego pasó la brisa, reacomodó las ramas y las hojas produjeron nuevas sombras, que deshicieron la imagen.
Cuando Marceliano Ferreira y su esposa Eduarda Paz llegaron a instalarse, Villanueva estaba sitiado por los mismos delirios criollos de la actualidad; un pueblito que poco tenía que ver con la señorial Mompox de principios de siglo veinte de donde ellos provenían.
Era una villa magdalenense de agricultores, ganaderos y contrabandistas, que como todo pueblo del momento esparcía su denominación social como metralla política en explosión, desde la plaza central hasta la periferia de la retícula usada como modelo de desarrollo urbanístico por las bestias de la colonia española.
Ambos estuvieron de acuerdo en instalarse a una distancia prudencial de la plaza, a tres cuadras, que para ese entonces era a las afueras; no a las afueras del pueblo pero si a las afueras de la plaza, que se suponía era el lugar natural de los recién llegados.
Nadie que la conocía a ella era capaz de no sentirse tocado por su dulzura; en cuanto a él, graduado como bachiller con énfasis en ciencias naturales y filosofía, en Cartagena, donde también se hizo médico y masón, era alguien de carácter fuerte pero con actitud de servicio, a pesar de tener que cargar con el peso de ser en ese entonces médico de pueblo- paradigma que en nuestra región sigue vigente gracias a los honorarios posibles que estos servidores de la muerte ostentan sin causa justa en la mayoría de los casos.
Simbología masónica fusionada con arquitectura colonial bolivarense y sicotropía creativa, se ensamblaron conceptualmente para la creación de la casona que sería su hogar y que desde su creación fue confundida por algunos con un templo debido a sus dimensiones, desproporcionadas para lo que una vivienda suponía como espacio incluso en ese momento de megalomanías de la democratización capitalista del feudalismo colonial. Rodeando la casa, un jardín enrejado con una cerca cubierta de enredaderas, y en la entrada un portón que se abría para conducir por un pasillo hasta un pórtico de faroles y tragaluz de madera.
Justo en la entrada, sirviendo de puente para las enredaderas sobre el portón, un letrero denominaba el lugar hecho a imagen y semejanza de los empeños de ese par de locos, que empezaron la aventura de sus vidas al irse de su región para siempre, a fundar una nueva vida para ellos y su descendencia, en un pueblo incrustado entre los pliegues de la nada: Villa Waldina, decía el letrero que coronaba la entrada; así denominó él la obra concebida para ella.
En el mundo imaginario del amor él era Felle, ella era Waldina, y juntos lograron crear un universo. Villa Waldina, además de prestar servicio de consulta médica, fue hogar de reposo para la familia, las amistades y los viajeros que sin tener refugio se dirigieron ahí, impulsados por la fatalidad o el destino, que los llevó hasta ese lugar en ese momento preciso, para vivir experiencias que aunque descoloridas no falta aún quien las recuerde.