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Victoria Miranda, amor en el pensamiento

Daniel Palmera Suárez, ‘El hijo de la Pastorita’, supo amar en silencio y nunca le vio el rostro a la mujer en la que depositó toda su sabiduría poética y musical.

La ilusión nació una madrugada en que una mujer se le atravesó en su pensamiento e hizo posible que su inspiración tomara un rumbo inesperado porque antes su vida giraba en torno a cosas sagradas y folclóricas. Fue un amor inducido que se estacionó en su corazón e hizo posible que su itinerario de vida fuera otro al darle la posibilidad de arrullar su sentimiento.

De esta manera, Daniel Palmera Suárez, el hombre que a sus 65 años no ha hecho el amor, porque se cree un santo, comenzó a transitar por la vida de una mujer que únicamente palpitó fuerte en su corazón.

La maravilla del pensamiento comenzó a hacer estragos y vinieron los versos y las canciones que en sus soledades se paseaban sin pedir permiso. Todos en Chimichagua conocieron de sus amores, y las veces que esperó llamadas de Victoria Miranda. Llamadas imposibles porque solía sentarse al lado del único teléfono público del pueblo, ubicado en las antiguas oficinas de Telecom, pero para tristeza suya el aparato nunca timbró.

“Esa mujer me visitaba cuando quería. Le hice poemas, canciones y todo giraba pensando en ella y mis ilusiones volaban sin descanso”, dice muy convencido.

Entonces, con la inspiración a flor de piel y pensando en su inocultable ausencia, no tuvo que forzar mucho su cerebro y cantó:

Me da sentimiento cuando me pongo a pensar

en los malos que mi vida está pasando,

pase, lo que pase yo tengo que soportar

este terrible dolor que conmigo está acabando.

Si me ven llorando, mañana puedo cantar

porque aquel que llora algún día será consolado,

y un consejo a tiempo se recibe con agrado

y es mi gran ejemplo, por eso mucho he llorado.

De esta manera, Daniel Palmera Suárez, el hombre que a sus 65 años no ha hecho el amor, porque se cree un santo, comenzó a transitar por la vida de una mujer que únicamente palpitó fuerte en su corazón.

Daniel Palmera, ‘El hijo de la Pastorita’, como le gusta que lo llamen, miró hacia el cielo, como buscando otros versos y enseguida declamó:

Quise una mujer que le entregué mi corazón, y un día sin pensarlo se marchó dejándome el alma entristecida, pero yo soy como el crisol que si lo lastiman nunca pierde el color”.

Ese ser noble, bueno, carismático y lleno de grandes cualidades para el canto y la composición no se cansaba de seguir pintando a la mujer que lo cautivó sin conocerla. Su tarea primordial era emocionar a su memoria, armar castillos en el aire y tener las mejores palabras evocadoras. Así se la pasa todo el tiempo viviendo de las emociones del corazón que se pasean de vez en cuando por su alma y producen ese mensaje natural con sabor a tierra.

Victoria perdida…

Durante más de 45 minutos de amena charla, puso de presente a ese amor platónico del que se enamoró de primer pensamiento e insistió en que su cerebro se lo había ordenado, pero cuando se le preguntó sobre cómo se imaginaba a Victoria Miranda, la mujer del amor soñado, se llevó sus manos a la cabeza y le puso candado a su boca porque no volvió a pronunciar más palabras. Se levantó, caminó y paseó su mano derecha por el aire para despedirse. “Adiós, adiós, amiguito querido”…

Eso sí, anduvo pausado llevándose el secreto de amor imposible más grande que ha tenido, donde Victoria no fue culpable de cortarle las alas del pensamiento y cuyo nombre él lo inventó un día sentado al lado del cuerpo de agua más grande de Colombia, la Ciénaga de Zapatosa.

Daniel Palmera Suárez, ‘El hijo de la Pastorita’, nunca miró para atrás, vivía su propio calvario que no lo deja comer, sino estar en extensos periodos de meditación. Era la historia de su propia novela donde estrenó lágrimas en varios capítulos.

Definitivamente, el rey de amor imposible fue derrotado por una mujer que por paradojas de la vida se llamaba Victoria, y que nunca le dijo una palabra bella, tampoco le regaló un beso cariñoso y jamás lo llamó al teléfono público para corresponderle a tantas muestras de amor inmaculado. Esas muestras donde los versos tenían agradable sabor a cielo, cantos de tambora y acordeón y hasta la luna más grande del mundo.

Por Juan Rincón Vanegas

Categories: Crónica
Periodista: