Desde cuando se anunció, en Oslo, la iniciación formal de las conversaciones entre el Gobierno y las Farc, el proceso ha sufrido altibajos, al igual que el impacto inevitable de la incertidumbre.
Como era de esperarse, las primeras etapas de ese diálogo se adelantaron en medio de una controversia política nacional intensa porque el Presidente Santos no fue elegido, en su primer período, para negociar con ese grupo, sino con el propósito de darle continuidad a la política de seguridad democrática, con cuyas banderas logró el apoyo mayoritario de los colombianos.
Era impensable desde luego, que teniendo en cuenta ese contexto no se presentara el debate político profundo que ha tenido y sigue teniendo lugar.
Eso es lo que sucede. A pesar de que muchos hacen referencia a diferencias personales entre el ex presidente Uribe y el Presidente Santos, lo que existe es una visión distinta en cuanto a la manera cómo deben hacerse las negociaciones.
Hay conceptos que no coinciden, posiciones ideológicas que se contradicen y miradas prospectivas diversas. A estas alturas no es posible hacer un balance preciso. Y no lo es, habida cuenta de que según el acuerdo que hicieron los interlocutores, nada está acordado hasta que todo esté acordado.
Lo que se ha hecho público es parcial, no se sabe si se convertirá en textos definitivos y quedan pendientes asuntos de tanta complejidad que su tratamiento final es de pronóstico reservado. Los reparos que se han hecho desde una de las orillas de la oposición democrática siguen teniendo validez.
El cese unilateral de fuego y hostilidades de las Farc con verificación y concentración es necesario y conveniente; acordar la entrega real y efectiva de las armas, no solamente su dejación, es indispensable; garantizar que las Farc dediquen sus recursos a financiar programas de reparación a las víctimas es un reclamo legítimo; llegar a acuerdos que cumplan con los estándares internacionales en materia de justicia, y que le de respuesta a las expectativas nacionales es inevitable; evitar la elegibilidad inmediata de los culpables de los más graves delitos es un pedido de la mayoría y lograr que el tratamiento a los integrantes de la fuerza pública no sea el mismo que se le de a los miembros de las Farc es una urgencia institucional.
Resulta imposible predecir si el plazo de seis meses que anunció el Presidente Santos se va a cumplir o no. Por lo pronto sí se puede afirmar que meterse en esa camisa de fuerza crea un factor adicional de tensión.
Basta tener en cuenta que el reloj ya está corriendo para el Jefe del Estado, pero no ha empezado a correr todavía para Timochenko. Si bien es verdad que todo sigue pendiente, porque no todo está acordado, en ésta coyuntura hay que hacer énfasis en lo relacionado con la justicia y el mecanismo que se convenga para que los colombianos puedan decidir si aprueban o no los acuerdos a los cuales se llegue.
Ya que se trata de dos temas que tienen que ver con la legitimidad y la estabilidad de dichos acuerdos, y con la seguridad jurídica de los colombianos, se cometería un gran error si esas definiciones se hacen de manera bilateral. En asuntos que tienen implicaciones tan profundas, lo aconsejable es que en la mesa se escuche la voz de la nación y, para lograrlo, el camino es propiciar un acuerdo político y de Estado. Es mejor para el futuro del país hacer ese esfuerzo hoy, que correr, innecesariamente, el riesgo de sembrar semillas de inestabilidad en el porvenir.
Por Carlos Holmes Trujillo G.