Leí en la biografía del expresidente Barco, que en la Colombia del siglo 18, un columnista le recomendaba al gobierno que antes de construir mil escuelitas rurales, era mejor una gran carretera que las uniera, pues la cultura llega mejor por carreteras que en las escuelas. Almas viajeras, eso somos. La mayoría de las veces viajamos con los libros, generalmente por falta de pasajes. Colombia es un país de viajeros aplazados, los costeños no conocemos Pasto y los pastusos no conocen la costa caribe, para poner un ejemplo.
Más que los viajes, los viajeros forman un mundo aparte, algo entretenido para quienes observamos sus pasos. Particularmente me gusta viajar, desde el tramo sencillo Valledupar-Patillal, hasta otros recorridos con altos kilometrajes, por eso me creo viajero, más virtual que real, aclaro.
Los aeropuertos son un fascinante desfile de modas, desde la mujer de gafas oscuras que no para de hablar por celular en un idioma incomprensible, hasta el señor primerizo con olor a campo que siente recelos por ese animal de hierro que vuela.
Como ya creo conocerlos, siempre me les acerco con cierta cautela para decirles que ese avión la mañana no anterior no pudo alzar vuelo, y que la semana pasada el mismo aparato tuvo algún problema en Cali. Luego para evitar miedos, les digo que el avión es el medio más seguro ya que en el aire nunca atracan y los pilotos tienen novias, a quien querer y que no salen a matarse. El hombrecito monta cabrero, pero monta.
En los terminales de buses la cosa es distinta. Nunca falta una señora gorda malhumorada que habla hasta debajo del agua, quejándose del mal servicio de su viaje anterior; infaltable una cuarentona con licras negras dejando ver sus calzones rosados a cada instante y uno pendiente que ojalá le toque lejos de su puesto para evitar hallazgos.
Ahora cuando todos quieren viajar con mascotas (perros en su mayoría), no pueden faltar esos bichos corriendo por los corredores de la terminal, hasta terminar fastidiando al resto del grupo que sus nombres, Popi, Sultán, Zuco, cuando antes todos los perros se llamaban Nerón, y punto.
Deténgase a mirar a la señora dueña de un bolso grande con corredera dañada, amarrado con cabuya por todas partes, y que antes de montarse al bus toma unas pastillas para el mareo, dejando la bolsita con agua tirada; ni para qué contarle un par de jóvenes de pantalones coloridos, barbados, con cortes de cabello raros siendo más adelante los posibles atracadores, por muchas precauciones que tengan los pocos policías vigilantes del lugar, que a propósito siempre están hablando por celulares y poco pendientes de sospechosos.
A la media hora, usted no sabe cómo entra una vendedora de galletas, agua y gaseosas que nunca tiene vueltos completos para su billete y al tiempo un vendedor de gafas y relojes que, según ellos, en el mercado tienen un valor de 300 mil pesos, pero por hoy, y únicamente por hoy, están a mitad de precio, incluso puede llevarlas por cien mil pesitos, si usted tiene paciencia, al final con solo ocho mil pesos se queda con las gafas; en lo posible no compre reloj, pues este dejará de marcar la hora, justo diez minutos después que el vendedor abandone el bus.
Ni para qué contarles cómo son los viajes para pueblos, la señora recién parida y otro niño que llora en todo el camino, pero la música de Diomedes Díaz al volumen del chofer, hacen posible llegar tranquilos al pueblo. Entonces es mejor no viajar, en casa ninguno lo espera. Hasta el jueves.