El lapso que va desde los inicios del derecho hasta hoy si por algo se ha caracterizado es porque de antiguo en una sola persona se concentraban todos los poderes incluyendo el religioso y es así que se era sacerdote, jefe de la tribu, justicia y jefe guerrero, condiciones aceptadas por la colectividad.
Ese ejercicio totalitario funcionaba bien porque los acontecimientos estaban restringidos a pequeños grupos y territorios, pero la humanidad evolucionó y lo primero que hizo el jefe guerrero y de tribu fue despojarse de su interlocución directa con los dioses y entonces nació la casta sacerdotal.
La población creció y el territorio se expandió y ello aparejó complejidad en las relaciones sociales y surgió la necesidad de especializar y limitar a quien ejercía el poder, tema que llegó a la cumbre cuando se concibió y se puso en práctica la división de las ramas del poder público y se dijo que eran tres : la legislativa, la judicial y la ejecutiva, conforme lo estableció Montesquieu en “El Espíritu de las Leyes”. Lo que ha sido acogido por las democracias occidentales preservándolo como la columna principal de la organización social.
Pero no era dividir cómo se haría con un pan, eso es una rudimentaria operación casera, es aceptar y sobre todo respetar racionalmente esa separación de poderes como la regla de oro de nuestra coexistencia garantizando hasta donde se puede un equilibrio y evitando los abusos y fijando funciones que le señalan a cada rama su deber el cual será ejercido dentro de estrictos límites.
El Congreso de la República, la Rama Judicial y el Gobierno nacional son partes de un todo, pero diferentes y teóricamente independientes, pero no ha sido así, y no ha funcionado aquello de zapatero a tus zapatos.
Todo esto viene al caso a raíz de las desafortunadas e irrespetuosas declaraciones del presidente de la República con ocasión de la sentencia de la Corte Constitucional sobre el aborto, pues por mucho que se esté en desacuerdo con su contenido porque tal y como lo expresó con mucha prudencia la Corte Constitucional : “deslegitimar los fallos de los jueces constituye ,sin duda un paso previo a su desacato y minar la credibilidad e imperatividad de las decisiones judiciales, debilita el proyecto democrático que se propuso el Constituyente de 1991 y no repara en que las demás ramas del poder público pueden seguir igual suerte”.
Será que el setenta por ciento de desaprobación al gobierno ya incluía aquellas declaraciones.
Voy a invocar el espíritu de mi antiguo profesor Rodrigo Noguera Laborde a ver qué opina.
Por Jaime García Chadid