“… que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”. San Juan 17,3. Dice Wikipedia que no existe una única definición de conocimiento. Siendo la consideración de su función y fundamento, un problema histórico de la reflexión filosófica y de la ciencia.
La rama de la filosofía que estudia el conocimiento es la epistemología o teoría del conocimiento.
Esta estudia las posibles formas de relación entre el sujeto y el objeto. Se trata por lo tanto del estudio de la función del entendimiento propia de la persona.
El conocimiento podríamos entenderlo como la información adquirida por una persona a través de la experiencia o la educación, que conlleva la comprensión teórica o práctica de un asunto referente a la realidad.
Es posible diferenciar los conceptos de simplemente conocer y saber: conocer va ligado a una evidencia que consiste en la creencia basada en la educación y la memoria. Saber, por su parte requiere, además de lo anterior, una justificación fundamental; es decir un engarce en un sistema coherente de significado y de sentido. Comprende un conjunto de razones y otros hechos de mi experiencia que, por un lado, ofrecen un “saber qué” es lo percibido como verdad y, por otro lado, orientan y definen la conducta, como un “saber hacer” como respuesta adecuada y una valoración de todo ello respecto a lo bueno.
Queridos amigos lectores, en la Biblia existen dos palabras que se traducen como conocimiento. La primera es gnosis, que indica un conocimiento fruto del estudio como proceso académico racional. La otra es epignosis que con el prefijo epi se refiere a un conocimiento más elevado traducido como verdadero conocimiento.
Este verdadero conocimiento, o saber, es fruto de la observación en el diario caminar, en las circunstancias de la vida, en el acompañamiento permanente, en la algarabía y la soledad. Es el conocimiento que se adquiere cuando se ha convivido con alguien durante mucho tiempo, sabiendo detalles de esa persona que nadie más conoce.
El conocimiento verdadero es el eje central de la vida espiritual. No es el conocimiento adquirido como resultado de lo que hemos leído, ni de lo que hemos oído u otros nos han contado, ni siquiera lo que hemos podido estudiar nosotros mismos. Es más bien el conocimiento que hemos obtenido como resultado de haber pasado tiempo con Él.
Este saber de Dios, propicia nuestra confianza y acrecienta nuestra fe, porque sabemos por experiencia personal que aun en las peores tormentas, no nos fallará. Ese verdadero conocimiento nos permite buscarlo en nuestros peores momentos con la seguridad que su vara y su cayado nos infundirá aliento. Es saber que sé, porque sé, cierto que sé, que él siempre estará allí.
Ese conocimiento se convierte en un pacto de amistad, en el que nos comprometemos a buscarlo y pasar tiempo en su presencia con la promesa de no volver nunca con las manos vacías.
El rey David lo supo cuando en su primer acto de gobierno en Jerusalén, estableció el orden correcto de sus prioridades y decidió traer el Arca como símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo.
Hoy, y con el cariño de siempre, los invito a que le demos a Dios el primer lugar en nuestras vidas y traigamos su presencia a nuestras casas, para que el conocimiento que tengamos de Dios no esté basado en una fe colectiva e impersonal, sino sea también el resultado de nuestra búsqueda y comunión íntima con él. Abrazos y adelante…