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Valledupar: un canto a la nostalgia

Nací en 1973, cuando Valledupar era un pueblo pequeño, pero con un corazón inmenso, latiendo al ritmo de la bonanza del algodón y del campo. Se veían las desmotadoras de algodón en cada pueblo, y las desmotadoras de algodón, y las combinadas de algodón que era unas máquinas gigantescas, en cada finca, y casi cada hacienda tenía su propia pista de aterrizaje. Crecimos entre el polvo de las calles y el verde infinito de la provincia, en un mundo donde la tecnología apenas llegaba y la felicidad se medía en carcajadas y aventuras.

Hacer una llamada no era cosa sencilla. Había que ir hasta el Telecom de la plaza principal, hacer fila y esperar turno para enviar o recibir un Marconi. No existía WhatsApp ni redes sociales, pero bastaba una bicicleta y un grito en la puerta del vecino para reunir a la tropa de amigos y salir a conquistar la tarde.

La televisión era un lujo. Solo teníamos un canal en blanco y negro, pero con una antena bien puesta, agarrábamos las señales venezolanas que nos traían muñequitos y novelas que nos dejaban pegados a la pantalla. El cine también tenía su magia. En el teatro Avenida, el San Jorge o el Cesar, las sillas metálicas nos dejaban el fundillo adolorido, pero a nadie le importaba. El San Jorge y el Avenida ni siquiera tenían techo, y ver una película bajo el cielo estrellado era un espectáculo en sí mismo. Claro, a veces llovía y la función terminaba antes de tiempo, pero nadie se quejaba, porque así era la vida en Valledupar: simple, bonita, llena de sorpresas.

Los días transcurrían entre el escondido, la lleva, el quemado y los partidos de fútbol en cualquier calle que sirviera de cancha. Los árboles no solo daban sombra, también eran nuestros castillos y fortalezas. En Novalito, un muchacho cobraba por enseñar a treparlos, como si fuera un arte sagrado. Y lo era. El fin de semana significaba río o finca. El agua era nuestro reino, el sol quemaba la piel, pero nunca las ganas de lanzarse de una piedra al agua helada. La ciudad era segura, los niños jugaban en las calles sin miedo, y los adultos eran guardianes silenciosos de una comunidad donde todos se conocían. Los hombres eran caballeros, las mujeres eran damas, y el respeto era una moneda que circulaba sin excepción.

Los sabores de mi infancia aún me visitan en sueños. Las hamburguesas de Otto en la 11, los chuzos de la novena, los perros de la estación de Novalito con su patacón molido, el helado con piña de Los Corales, las pizzas de Dan Pratt, los asados de La Tranquera. Y las noches… ¡las noches de rumba en Siloe o Conga!

Los carnavales completamente inolvidables, eran pura alegría y recocha, pero saludable, sin problemas ni violencia, cada miércoles de ceniza, la ciudad se volvía una fiesta de agua, con batallas campales, la ciudad era nuestra por lo menos hasta el mediodía. Eran días de travesuras, donde la vida pesaba menos y las preocupaciones quedaban atrapadas en la espuma de la alegría.

Semana Santa en Pueblo Bello, paraíso de paz, buen clima y hermosos paisajes.

Hoy, la distancia es real, pero Valledupar nunca me ha soltado. Aunque mis pies anden lejos, mi alma sigue caminando por esas calles polvorientas, sigue trepando árboles de mango, sigue esperando su turno en Telecom, sigue viendo películas bajo la luna en el San Jorge. Porque Valledupar no es solo un lugar, es un sentimiento que te abraza y nunca te deja ir.

Por: Hernán Restrepo.

Categories: Columnista
Hernán José Restrepo Muñoz: