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Valledupar, tierra de nadie

¡La ciudad de los Santos Reyes! ¡La Sorpresa Caribe! esa ciudad que soñó Jorge Dangond Daza,  don Pepe Castro, Rodolfo Campo Soto y Aníbal Martínez Zuleta; a excepción de Campo Soto, todos los demás descansan en la paz del Señor; pero si vivieran, sentirían la misma desazón que sufrimos los habitantes de lo que otrora fuese una ciudad ejemplo para la costa Caribe y para el país. 

¿Cómo llegamos a este punto, al desorden, al caos, a una sociedad sin ley, una ciudad sucia, destruida, empobrecida y con uno niveles de inseguridad sin precedentes?

En mi época de estudiante universitario y por razones de mis trabajos, tengo grabado en mi mente el censo poblacional del año 1994: 202.404 habitantes. Para entonces me parecía una ciudad enorme, pero la cifra de hoy sí que escandaliza, porque somos 532.956 almas, según el censo de 2020, es decir, 27 años después la población creció un 163 %, una cifra escandalosa que registró su mayor crecimiento entre los años 1998 al 2008, es decir, en pleno éxodo producido por el fenómeno paramilitar en regiones como sur de Bolívar, sur del Magdalena, algunos sectores de La Guajira, centro y sur del Cesar, trayendo como resultado la formación de invasiones  que hoy en su mayoría están legalizadas y otras asentadas con muy pocas posibilidades de su legalización, pero que ya hacen parte de la demografía de la ciudad. 

Han pasado dos generaciones completas de esos inmigrantes, la mayoría personas del campo que no conocían la ciudad y llegaron con su propia cultura, sus propias costumbres y su propia idiosincrasia, pero lo más relevante es que a esas dos generaciones nadie les enseñó cómo se vive en las urbes; por ejemplo, la generación que sobreviene del año 2010 hacia adelante no conoció un bus urbano, no sabe para qué se usa un paradero de bus, nadie le enseñó sobre señales de tránsito, ni de cultura ciudadana, ni a usar las bolsas de basura y mucho menos a reciclar; pero lo más preocupante e impactante es que empezaron a desconocer la ley y a cuestionar la autoridad y se convirtieron en tierra de nadie y cuando la situación no podía ser peor, apareció el mototaxismo, una actividad que empezó alimentada por usureros del gota a gota que dio “empleo” a reinsertados para efectuar cobros, y otros a desarrollar ilegalmente la actividad de transporte volviendo la movilidad de la ciudad de las peores del país, solo comparadas con Cúcuta y Sincelejo, pero esto será motivo de otra columna.

La planeación y el urbanismo de la ciudad se desarrolla dependiendo de las empresas constructoras que ganen las elecciones, más del 70 % de la malla vial estará inútil en diez años o menos, la capacidad del acueducto ya sobrepasó la demanda de su diseño, del alcantarillado mejor ni hablemos; pero el monumento a la insensatez y a la desidia es ver cómo una espuma de muerte sale de la laguna de oxidación (si se le puede llamar así) y contamina uno de los principales afluentes que llevaba vida a docenas de pueblos y veredas que habitan en sus orillas; la apertura de negocios en andenes, la invasión del espacio público, la permisividad a que grandes y reconocidas marcas abran sus locales asumiendo que la avenida es el parqueadero natural denota que tocamos fondo; cualquiera rompe una calle o la cierra a su antojo, vierte combustible, tira escombros, cadáveres de animales y uno que otro de humanos, y toda la basura en general, son el pan de cada día, y es que en nombre del derecho al trabajo, la inversión privada y ahora la reactivación económica, todo vale.  

Cuando tienes más de media ciudad que no cree en las instituciones, que impuso su propia ley, y la otra mitad mira para otro lado, todo está perdido; basta ver con ojos de objetividad el capital social, de dónde están saliendo los hombres y mujeres que nos representarán en todos los escenarios, llegamos a la triste y dolorosa conclusión y jamás aceptable: nuestra ciudad es una ciudad fallida.

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Eloy Gutiérrez Anaya: