Valledupar es un paraíso musical, aquí llegaron (y aún siguen llegando) jóvenes para hacer realidad sus sueños de crecer en la música vallenata. Un ejemplo emblemático es Rita Fernández Padilla, quien en 1966 llega por primera vez a Valledupar de vacaciones, conoce y escucha cantar a los compositores Gustavo Gutiérrez y Santander Durán.
En el viaje de regreso a Santa Marta iba pletórica de ilusiones por la narrativa romántica de los dos compositores y con sonrisa juvenil de felicidad; al día siguiente toma el acordeón piano, entre la colección de instrumentos que tenía su padre, y empiezan sus sueños sonoros de libertad y la génesis de su obra musical, y con seis compañeras del colegio organiza el grupo musical de Las Universitarias.
Rita vuelve a Valledupar con Las Universitarias, para tocar en el primer Festival Vallenato (1968); en aquella noche inolvidable refrenda su amor por la música vallenata y con su mirada adolescente llega para quedarse en la magia de la luz de los cañaguates, en el arrullo plateado del Guatapurí, en las sabanas del rodeo de Patillal y en el corazón de las personas que saben que la obra del artista es sublime gratitud por la vida.
Rita, como muchos viajeros, pierde adrede el camino del regreso, y se queda en Valledupar enamorada de la magia del canto, la belleza de sus calles, sus parques, la policromía de las flores, la fascinación del río y el cariño de la gente. Ella testifica: “Ese encantamiento mágico me acompaña, se posó en mi canto y colmó mi inspiración. Hoy en día, puedo afirmar que la impresión que tuve en aquellas vacaciones sigue siendo la misma: Valledupar es, sin lugar a duda, el paraíso de mi alma”.
Valledupar es una larga sonata de versos y acordeones; sus noches son un romance de música y de poesía, el amor ronda por las ventanas y la ternura es perfume del viento. Esa es la ciudad musa de cantores y cantoras; ese el pueblo idílico que nuestros poetas populares lo sublimizan con nubes blancas y rosadas en el inmenso cielo de la ensoñación.
Esta imagen de ciudad edénica–musical, fortalece en cada uno de sus habitantes los sentidos de pertenencia y de identidad por el terruño y por la música, hasta el punto de desarrollar el paradigma de la vallenatofilia. Este paradigma o arquetipo de pensamiento y comportamiento se aviva y se refrenda con la admiración por el legado de los juglares del canto, por el reconocimiento a los aportes de las culturas nativas e inmigrantes en este proceso de mestizaje musical; pero la vallenatofilia es también apego a la contemplación estética que producen las majestuosidad de la Sierra Nevada, la exuberante diversidad vegetal y animal, las ondulaciones cantarinas de las aguas del Guatapurí y del Badillo, el endriago de la leyenda de La Sirena, el aroma de las calles florecidas de mangos y el espíritu acogedor de ser ciudad de puertas abiertas, una epopeya a la amistad y la vida.
Por: José Atuesta Mindiola