Roma había conquistado la mayor parte del mundo hasta entonces conocido y sus ejércitos habían vencido a los pueblos que se resistían. El imperio fue dividido en provincias y en cada una de ellas fueron designados gobernantes que representaran al César y preservaran el orden. En estas provincias, ahora parte del gran imperio, se asentaron escuadrones de soldados, con el fin de evitar revueltas y posibles sublevaciones. Israel no había sido la excepción: Poncio Pilatos era la autoridad romana y, en una jugada política maestra, había designado personas del mismo pueblo para recolectar los impuestos y había permitido al rey conservar su título, aunque no su real poder; los súbditos podían ejercer su culto y practicar su religión, pero un mensaje claro era enviado de cuando en cuando a través de crucifixiones: no sería permitido ningún intento de revuelta ni desacuerdo alguno con la voluntad de quien era considerado hijo mismo de los dioses: el emperador.
Muchos israelitas se acostumbraron con facilidad al nuevo modelo político, otros escogieron la clandestinidad y las armas para luchar por “la libertad” o un tipo distinto de esclavitud, pero muchos otros vivían el día a día en medio de una gran indignación, pagando sus impuestos a regañadientes, odiando a los publicanos lo mismo que a Herodes, motivados por viejas promesas contenidas en sus libros sagrados y confiando en la voz de un Dios que, desde hacía mucho tiempo, parecía ausente. De manera extraña la esperanza se mantenía en medio de un panorama que no podía ser más desalentador.
El pueblo suspiraba por un enviado, un salvador, un heraldo del cielo que expulsara a los invasores y restaurara el esplendor que un día tuvo con David y Salomón el reino de Israel. Pero, ¿cuándo vendría ese Mesías? Los esperanzados dirigían a Dios sus súplicas y gemían: “¡Ojalá rasgaras los cielos y bajaras!” Mientras tanto los días se sucedían en un monótono dolor que amenazaba con robarse la cordura. ¿Dónde estaba Dios? ¿Dónde aquellas maravillas narradas por el libro santo? ¿Dónde aquellas historias que contaban los mayores con lágrimas en los ojos? ¿En qué momento el pueblo elegido había dejado de ser la niña de los ojos del Creador para convertirse en la sirvienta de los infieles?
Un día un hombre, con un estilo de vida particular, cuyo aspecto parecía más el de un desquiciado que el de un profeta, apareció en el desierto anunciando que pronto cambiaría la historia. No invitaba a sus compatriotas a unirse a la lucha armada, pero sí a desarmar sus corazones y a cambiar de la propia vida aquello que fuera indigno del Mesías que estaba por llegar. Al principio fueron pocos los que acudieron a escuchar sus discursos pero, con el pasar de los días, sus seguidores se multiplicaron, tal vez por creer lo que anunciaba o tal vez por simplemente quererlo. ¿Quién era este hombre? Él decía ser “la voz”, pero aquello era ambigüo y para nada suficiente: ¿Dónde está el Mesías anunciado? El pueblo no quería promesas sino realidades.
Una mañana, a orillas del río, mientras Juan sumergía en el agua a sus seguidores, simbolizando con ese baño ritual su deseo de conversión y esperanza mesiánica, un carpintero de Nazaret pidió ser también bautizado. Los cielos se abrieron, bajó sobre él el Espíritu Divino y se oyó la voz del padre que lo proclamó su hijo amado. Juan lo declaró “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” y, quienes quisieron se fueron con él.
Esta historia inconclusa puede tal vez ayudarnos a pensar nuestra vida actual de manera diferente, a reflexionar sobre las implicaciones del bautismo recibido, a meditar el relato bíblico del bautismo de Jesús o a perder quince valiosos minutos de nuestro tiempo. Usted verá. Feliz domingo.