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Urgencias de la Clínica Valledupar: Entre el dolor y la esperanza

Muchos son los pacientes que tienen que esperar largas horas para ser atendidos en el centro médico EL PILÓN / Adamis Guerra

Por Mary Daza Orozco

Las sombras de la noche que comenzaba eran desterradas por la luz giratoria de la ambulancia de donde bajaban a un señor que había sufrido una trombosis, aproveché para entrar y fui a parar a una pequeña sección que tiene el rimbombante nombre de Platino, me equivoqué al mostrar el carné, debió ser el de la EPS no el de la prepagada, para lograr mi cometido: conocer personalmente eso tan malo que hablan de urgencias de la Clínica Valledupar.

En Platino es pequeñito: cuatro camas, una enfermera indiferente:‘Siéntese, ya se le atiende’. Un consultorio, chiquitito, adornado por una doctora joven vestida de negro y rojo, sin la bata blanca tradicional, pantalones súper apretados y un maquillaje extravagante, hablaba y hablaba por teléfono, un niño lloraba, un señor se quería ir ya, y la doctora no salía, solo su voz: “le dieron la Clonidina a la señora de la presión alta’, a mi lado una mujer enjuta, parecía un cadáver ambulante, se quejaba de un dolor generalizado, se aburrió y se fue a buscar alivio a otra parte; por fin salió la doctora, ¡qué alivio!, pero no, dijo: ‘Ya mi turno terminó, en diez minutos llega el médico que me va a reemplazar’, ( ¿en diez minutos no se puede morir alguien?).

Me dije: si esto es Platino, cómo será allá, donde llega la mayoría, los llenos de dolor pero, con la esperanza de aliviarse. Cuando bajé todavía no habían atendido al señor de la trombosis, estaba en una camilla en el pasillo, busqué a un médico amigo y lo traje, lo llevaron a un cuarto de diagnósticos y allí lo atendió. Seguí mi recorrido: dos filas de sillas enfrentadas, allí, las de la dulce espera, ya para dar a luz, se quejaban, se levantaban como para estirarse un poco, le pregunté  a una joven que se quejaba mucho:¿cuántas horas llevaba aquí?, cuatro  y agregó que le dijeron que esperara, que todavía se demoraba un poco que quizá le iban a hacer cesárea, mientras tanto otras mujeres y hombres, a su lado, contaban historias terroríficas de  las que morían por falta de atención.

La gente se movía, el pasillo parecía un pequeño callejón  congestionado por el tránsito de sillas de rueda, camillas, pacientes, con suero colgando del brazo, que entran a los baños de insoportable olor, enfermeras afanosas. Llegaba más, gente: pacientes con acompañantes, gente cansada tantos que a algunas les brindaban una esquinita en cualquier silla, otras, se apretujaban en los escalones de una semi escalera que va a un segundo piso, jóvenes extenuadas no tuvieron inconveniente en sentarse en el suelo. 

Había un olor en el ambiente, una mixtura de comidas grasientas, medicamentos, baños abiertos, sudor, pacientes que no conocen la higiene, olor que adormece como un gas letal.  Llegaba más gente. Me provocaba salir a toda carrera de allí, el dolor ajeno, a veces, duele más que el propio, pero me había propuesto pasar la mayor parte de la noche ahí, me recosté contra una pared desde donde observaba todo el recinto.

Bueno, ¿y los médicos? Ah, no, ellos estaban muy ocupados  en un cubículo angosto, ante los computadores, médicos jóvenes, dizque practicantes, eso lo decían ahí, fue lo que escuché y no lo puedo asegurar, se les acercaban familiares de pacientes, y las respuestas profesionales: sí ya se le ordenó el medicamento, o esperamos la orden de la EPS, o no hay cama, esperemos que desocupen una, o la EPS no tiene contrato con esa especialidad médica;  y seguían escribiendo.

Llegó una  mujercita frágil, no más de diecisiete años, abrigada  con una sábana gruesa, y sostenida de un brazo por su madre angustiada, la joven tenía un temblor extraño, la madre decía que ardía de la fiebre, chorros de sudor le corrían por las mejillas,  la mandaron a sentar, su madre dio unos cuanto datos, me pregunté: ¿será este el triage, de que tanto hablan? La señora tomó asiento al lado de su hija, los temblores eran incontrolables, se levantó tres veces y fue a decirle a los médicos que su hija seguía mal, ‘ya la van a canalizar’, qué tendría, me pregunté. Di otra vuelta y fui hasta el final del pasillo, las camillas con enfermos que esperaban una cama, estando allí se sintió un grito y un lamento en estribillo: ‘se muere mi hija, se muere mi hija”, corrieron médicos y enfermeras, la jovencita de los temblores yacía desgonzada con una palidez impresionante, se la llevaron, nunca supe si murió o se salvó.  La gente seguía entrando, era más de lo mismo, el señor de la trombosis esperaba por una cama.

Las cuenteras, esas que esgrimían historias de muerte ante las maternas no deberían estar allí, si tenían ánimos para ser truculentas era porque nada las aquejaba, entonces lo que iban a hacer allí por un dolorcito de cabeza o algo parecido era estorbar, robar tiempo a los verdaderamente enfermos. Yo también debía irme, seguían llegando pacientes, eran las tres y treinta de la madrugada, se me oprimió el pecho al dar una mirada atrás, desde la puerta sentía uno que había una conjunción entre la indiferencia y el desorden, entre el dolor y la esperanza, entre la vida y la muerte.  Una estampa en vivo de la situación de la salud, no sólo allí, en el país.

Salí a la antesala en la que hacen los ingresos, la gente se amontonaba en un rincón esperando a que les tomaran la presión, sin fonendo, con los dedos, me fui a la calle, una señora lloraba sentada en un bordillo, ante mi pregunta de qué le pasaba, “mi nietecito nació muerto”, usted estaba con la señora que llevaba cuatro horas allí sentada, sí. Nació muerto…

Llegué a mi casa ensombrecida, quien iba a dormir a esa hora y con esa carga vivencial acumulada en tan poco tiempo, recordé lo que le dije unos días antes a un amigo médico: eso parece un hospital de guerra…

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