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“UnumDeum in Trinitate”

En este día todo el catolicismo dirige sus ojos hacia uno de los grandes misterios de nuestra fe: La Santísima Trinidad. Celebramos que Dios no es un Dios solitario sino un Dios comunidad, un Dios familia: “Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero”. En efecto, el Padre no es el Hijo ni el Espíritu Santo es el Padre, son tres personas distintas ¡pero, al mismo tiempo, un solo Dios! ¿Cómo puede ser esto posible? No olvidemos que nos encontramos ante un misterio de la fe, ante el misterio del mismo Dios; acerquémonos humildemente a su contemplación, con la conciencia de que si algo podemos conocer de Dios es porque Él mismo nos lo ha revelado.

El Antiguo Testamento insiste en que Dios es Uno y Único y en que no hay otro fuera de Él. Sin embargo, poco a poco, Dios se va mostrando en ciertos pasajes de la Sagrada Escritura como una familia: en múltiples ocasiones promete enviar al mundo un Mesías, un Salvador y derramar sobre sus fieles un Espíritu de santidad. En el libro del Génesis se nos cuenta que, al principio, cuando todo era caos y confusión, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas y, a continuación, se narra cómo Dios crea todo a partir de la nada por medio de la Palabra que sale de su boca. Ya en el Nuevo Testamento San Juan nos dirá en el prólogo de su Evangelio que esa Palabra que estaba junto a Dios en el principio era también Dios y que “se hizo carne y puso su morada entre nosotros”. La Palabra, el Verbo de Dios es Cristo, Él es quien nos muestra sin velos a Dios y, al mismo tiempo, nos descubre quien es realmente el hombre en los planes divinos. Cristo es, según una bella expresión de Benedicto XVI, “el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre”. ¡Él es el Hijo del Padre que nos envía su Espíritu! En su Bautismo descendió sobre él el Espíritu Santo y se escuchó la voz del Padre que afirmaba: “Tú eres mi Hijo amado…”

El Dios del cristianismo no es un Dios solitario sino un Dios amor, un Dios familia que, viendo nuestro sufrimiento, nuestra profunda infelicidad, envía a su Hijo único para que, con su muerte en la Cruz, nos rescate de la nada, de nuestros pecados y de una vida sin sentido. Pero sabiendo que somos incapaces de amarle con todo el corazón, sabiendo que amar y perdonar a nuestro prójimo es una tarea que sobrepasa nuestras fuerzas, nos envía también su Espíritu que nos fortalece y anima, que testifica en nuestro interior que ¡Somos hijos del Padre, hermanos del Hijo y templos del Amor!

De la misma manera que, cuando encendemos una hoguera podemos distinguir en ella tres elementos distintos, así también en Dios podemos distinguir el actuar de tres personas que conforman una misma divinidad. En efecto, de la llama se desprenden el calor y la luz. A nadie se le ocurrirá decir que la llama es calor ni que la luz es llama. La lógica nos indica que, más bien, la llama de fuego produce – emana luz y calor. A nadie tampoco se le ocurrirá afirmar que, por el hecho de hallarnos ante tres elementos distintos (fuego, luz y calor), nos encontramos ante tres distintas llamas. En una misma llama distinguimos fuego, luz y calor, como en un mismo Dios distinguimos el actuar del Padre, el Hijo y el Espíritu.

Todo lo que nuestra limitada inteligencia pueda decir de Dios estará siempre infinitamente lejos de lo que Dios en realidad es; nuestras palabras y las múltiples explicaciones, aunque elocuentes y admirables, nunca podrán expresar tan gran misterio: Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo: tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Quizás podríamos sentirnos impotentes al no poder explicar lo que resulta inexplicable, pero tal vez ello se deba a lo influenciados que estamos por el racionalismo exagerado que reinó hace algunos años o, peor aún, por el sentimentalismo irracional que reina por estos días. Comprendamos, pues, que el Misterio de Dios es más para ser contemplado que para ser entendido, puesto que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”.

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