Alguna vez, la escritora británica Freya Madeline Stark dijo -y tiene razón- que la Navidad y el año nuevo no son simples acontecimientos, sino una parte del hogar que uno lleva siempre en su corazón.
En un mundo tan convulsionado como el nuestro, que cada día afrontamos una crisis peor que la anterior, son más que necesarias las excusas para tener momentos que nos permitan reencontrarnos, apaciguarse y recordar que, a pesar de lo gris que pueda ser el panorama, la vida es maravillosa y vale la pena vivirla.
Estoy convencido de que, más allá de la explicación histórica del nacimiento de Jesús, la Navidad es una necesidad.
Y lo es porque las conmemoraciones tan especiales -como esta, que sin duda es la más especial-, son un recordatorio de que nuestra presencia en el mundo debe tener un propósito, y ese propósito va más allá de nosotros mismos y nuestro individualismo.
En estos días he tenido la oportunidad de compartir nuevamente con mi familia, mirarnos a los ojos y extendernos un abrazo.
Ese es también el encanto del fin de año: el de ser un punto de reencuentro; la de reconocernos como humanos impulsados por el motor de la fraternidad.
En diciembre de 1914, tan solo unos días después de haber comenzado la Primera Guerra Mundial ocurrió algo que aún maravilla al mundo.
Unos días antes de la Nochebuena, soldados alemanes, británicos y franceses salieron de sus trincheras para intercambiar saludos, cantar villancicos, compartir comida, recuerdos e, incluso, hubo ceremonias funerarias conjuntas y partidos de fútbol entre bandos rivales.
¿Cómo es posible que un puñado de muchachos que días antes disparaban sus fusiles buscando eliminar a sus oponentes en el campo de batalla, estuvieran ahora compartiendo como los más cercanos amigos? ¿Cómo se explica que, por unos días, parecieran haber olvidado que los dividían las nacionalidades, pero los unía un sentimiento de empatía?
Sigo pensando y no encuentro respuesta. Tan solo se me ocurre creer que este tiempo está impregnado por ese espíritu divino que nos recuerda algo tan sencillo como que, a pesar de cualquier diferencia, somos humanos.
A este país le hace falta empaparse de ese espíritu de real amistad: de sentarse en una misma mesa y dejar atrás todas esas razones que nos distanciaron.
Porque las familias no son una fantasía de cuentos de hadas: a veces tenemos desencuentros, discusiones y podemos alejarnos. Pero esa es precisamente la magia navideña: esa fuerza de la unión y de recordar que, como ocurrió en 1914, siempre habrá más razones para la unidad que para la división.
A toda Colombia le extiendo un caluroso saludo de fin de año y renuevo mis votos porque, tarde o temprano, encontremos la magia y el encanto de fin de año que nos une y podamos pasar, de una vez por todas, esa página de confrontación irracional que nos ha gobernado a lo largo de nuestra historia patria.
Nota: Al Partido Liberal, que tanta historia tiene, le vendría bien sentarse en una misma mesa, reflexionar y construir con calma y sabiduría la unidad.
No porque pensemos igual o porque no tengamos diferencias (que siempre las tendremos), sino porque así son las familias: siempre encuentran la manera de superar sus dificultades y de salir adelante juntas.
Por Eduardo Verano de la Rosa