El Evangelio de hoy nos muestra cómo la multitud sigue a Jesús. Se sienten impresionados y tocados por Él, porque cura a los enfermos y le da un sentido nuevo a todo. Esperan mucho de Él, y por eso no lo dejan en ningún momento. En esta ocasión el escenario es la montaña y el Señor se dispone a hablarles como siempre lo hacía: quería hacerles ver que sus palabras y acciones, los milagros de sus manos – que tanto les atraen – no son otra cosa sino signo de que ha llegado el Reino de Dios y, por tanto, es necesario cambiar el corazón y la vida para aprender a ser lo que Dios espera de cada uno.
Jesús se dispone a hablarles, pero antes se da cuenta de que toda aquella gente no ha comido, y que lleva quizás mucho tiempo sin comer. De ahí, de esa atención de Jesús para con la gente, y de lo poco -cinco panes y un par de peces- que traía un muchacho, surge una comida capaz de alcanzar para todos.
La primera preocupación de Jesús es esta: que todo el mundo coma. Y ha querido hacer participar a sus discípulos de esta preocupación, ha querido que se preocuparan de buscar comida para la gente, para que se dieran cuenta de la importancia que esto tiene. Porque sin duda es muy importante que todos tengan lo necesario para vivir. Y del mismo modo que hizo que sus discípulos se preocuparan por la comida de todos, quiere que nos preocupemos también nosotros, sus discípulos del siglo XXI. También a nosotros Jesús nos dice: Todo el mundo debe tener lo necesario para vivir.
¿Qué ocurrió después de aquella comida? Todo el mundo quedó admirado, y decían: “Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo”. Y así es: aquél pan inacabable es como un signo. Lo primero es que todo el mundo pueda tener lo necesario para vivir. Pero la misión de Jesús, lo que Jesús viene a decir y a hacer, no termina con esto. El pan es un signo de un banquete más pleno, más definitivo, más para siempre. Así como para nosotros, por ejemplo, la cena de Navidad no es sólo una comida que hacemos porque tenemos hambre, sino que es signo de fiesta, de unión familiar, de alegría compartida. Lo mismo ocurre con la comida que Jesús dispuso para la multitud.
Aquella maravilla de pan y de pescado que en un lugar tan lejano se multiplica sin fin y alcanza para todos, es un signo de todos los anhelos, de todas las esperanzas, de todos los deseos de los hombres, que Jesús viene a llenar. Está el anhelo del pan de cada día, es cierto, pero también el anhelo de unas condiciones de vida dignas, de una cultura, del respeto para todos. Están también los anhelos de paz, de justicia, de entendimiento entre los hombres, de solidaridad. Y el anhelo de romper todo lo que nos estropea por dentro: la envidia, el egoísmo, el afán de imponer siempre nuestros criterios, el afán de poder y de prestigio. Y muchas cosas más. Y, más allá de todo, el anhelo de una vida que nunca termine.
Aquel pan repartido llevaba en sí todas estas otras clases de pan. Y nosotros, ¿tenemos hambre, deseamos el alimento completo que aquel pan significaba? ¿Qué buscamos nosotros en Jesús? Porque leyendo cómo termina el Evangelio de hoy, parece más bien que a la multitud que seguía a Jesús le bastase con el pan multiplicado, y no deseasen nada más.
En medio de un mundo que ha hecho de la petición por el pan material cotidiano el centro de la oración, los cristianos estamos llamados a manifestar con nuestra vida que “no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de toda Palabra que sale de la boca de Dios”… y, en medio de un cristianismo (buscado y ofrecido) descolorido y sin significado, que no da forma a la vida y que sólo desea manifestaciones extraordinarias, emociones, sensación de liberación y un espacio para la catarsis… en medio de un cristianismo posmodernizado así concebido, estamos todos llamados a mostrar que el Reino de Dios no es simplemente el escape momentáneo de una vida difícil que no se entiende, sino un Reino encarnado, comprometido con el avance de todo lo que sea verdaderamente humano y verdadera realización del hombre que desea ser feliz.
Por Marlon Javier Domínguez