“¿Confías en mí?”, me preguntó Serdar. “No tengo otra opción”, le respondí. “Entonces, haz lo mismo que yo”, dijo, se giró y empezó a abrirse camino con su metro ochenta alemán por entre la multitud de cabezas que bajo el frío decembrino hacían fila hasta darle la vuelta a la 35 Street. “Si caminas con decisión, la gente no te detendrá. Todos creerán que eres importante, que trabajas ahí o que te están esperando”, me explicaría después con un gin and tonic en la mano. Gracias a esa maniobra que había perfeccionado durante años con su novia en varios clubes de Europa habíamos logrado saltarnos la cola de dos cuadras para entrar en aquella fiesta navideña.
Coincidimos esa noche en un esfuerzo desesperado por mitigar nuestra propia soledad. Con el campus enterrado bajo sendas pulgadas de nieve, nuestros compañeros celebrando privadamente con los suyos y nuestras familias a kilómetros de distancia en Alemania y Colombia, cada uno significaba para el otro la única alternativa de no pasar la Nochebuena en el más triste de los aislamientos. No habíamos hablado hasta ese día, a pesar de coincidir en la clase de Legal Writing, pero esa noche nos reíamos como viejos conocidos, preguntándonos con auténtico interés por nuestros padres y hermanos. Él contándome lo gris que era Berlín y yo relatándole lo bonita que era Bucaramanga.
La fiesta era lo que menos importaba. La música era esa electrónica convulsionada de compases computarizados que ni se baila ni se deja escuchar, muy lejos estarían las clásicas tonadas de Pastor López o Rodolfo Aicardi que me transportaban a casa. Los tres pisos del lugar estaban llenos de chinos, todos con cara de pocos amigos y parrandeando de esa extrañísima forma que a los asiáticos les parece normal. Al principio me sorprendió, pero luego todo tuvo sentido: Mientras el resto de la ciudad se recogía para festejar la llegada de Jesús, ellos tendrían la oportunidad de tomarse Nueva York al no tener la Navidad marcada en su calendario.
Sentados en medio de aquella vorágine de luces y ruidos, Serdar y yo entendimos lo miserables que éramos en aquel momento por estar irremediablemente solos. Yo extrañaba la algarabía de las cenas navideñas con mi familia, el capón de mi mamá que tardaba horas en el horno envuelto en aluminio y medias veladas, la novena del edificio a la que mi papá y yo sólo bajábamos cuando servían el refrigerio, las horas gastadas jugando tute con mi abuela y mis tías esperando a que se acabara el año y la música repetitiva e inmortal de Los Hispanos, Los Corraleros de Majagual o Los 50 de Joselito que mi hermana quemaba en discos. Extrañaba todo eso.
Fue una Navidad opaca pero reveladora que me enseñó a valorar el regalo de celebrar estas fechas con alguien que te quiera. Una moraleja muy simple, pero que no logramos comprender hasta vernos solos. Un año después, aunque todavía a la distancia, celebro diciembre con la mujer de mis sueños y eso me hace indescriptiblemente feliz.