X

Una historia y una presencia

Antes de la existencia del espacio, el tiempo y, por consiguiente, de la materia, existía Dios. Una de sus características propias es la eternidad, y ella se entiende como la carencia de un principio y un fin. Perfecto en sí mismo, no tenía necesidad de nadie ni de nada pero, en un misterioso acto de su libertad, decidió transformar la nada y llamar a la existencia a un sinnúmero de seres. En perfecto equilibrio el Padre creó el universo y, en él, un diminuto punto llamado tierra. La creación es obra de Dios: es él el arquitecto y constructor de todo cuanto existe, lo que conocemos y lo que aún ignoramos, lo que nos admira y lo que se nos ha vuelto cotidiano, lo que hemos descubierto y lo que aún nos falta por descubrir. El universo es demasiado perfecto para atribuir su origen y posterior evolución a la unión inconsciente de la energía, el espacio, el tiempo y la materia. Detrás de todo ello está la mente del Creador.

La raza humana vino a la existencia a través de las vicisitudes de la evolución. Las condiciones climáticas, los bruscos cambios del mundo en formación y un extraño impulso de supervivencia, condicionaron genéticamente a una especie inferior, que se convirtió en lo que hoy somos. El resultado es tan asombroso que la lógica nos impulsa a considerar, más allá de un mero proceso evolutivo, un plan.

En un momento determinado de nuestra historia – historia caracterizada por el deseo de comprender, transformar y dominar la naturaleza – un acontecimiento vino a hacernos saber que existe mucho más que lo natural: el nacimiento de un hombre trajo luz a la humanidad; sus palabras y enseñanzas, esperanza a los corazones; sus acciones, un ejemplo a imitar y el deseo de sus promesas algo por lo cual vivir. Dios se hizo hombre para poder hacer al hombre hijo adoptivo de Dios. Jesús enseñó a la humanidad lo que es realmente ser humano y recreó en sí la imagen primitiva de un ser que se había desfigurado.

Una filosofía de vida había nacido, una fe, una comunidad. Sin embargo, todo parecía acabar en la extinción de una especie que no se adaptaría al medio: los seguidores de Crucificado no eran más que un puñado de hombres y mujeres asustados a quienes les había sido arrebatada su seguridad. Se encontraban solos, a punto de dispersarse, con la cobardía asomándose a sus ojos…

Entonces la fuerza de Dios, irrumpió nuevamente en la historia y llenó de valor los débiles corazones. El Espíritu del Padre vino en ayuda de la debilidad y las voces se levantaron para proclamar, aún a costa de la propia vida, que la vida ha vencido a la muerte, que lo natural es perfecto, porque es obra de alguien que excede a la naturaleza, que el sepulcro no es el fin último del hombre y que vale la pena vivir según una recta conciencia amando y sirviendo a los demás.

El Dios que creó el universo no lo abandonó a su suerte, sino que lo guía constantemente y, en la persona de su Hijo, redimió a la humanidad; el Dios que murió en la cruz por sus creaturas no se fue de descanso al Reino de los cielos mientras dejaba sin pastor a sus ovejas en la tierra, sino que les envió un auxilio; el Espíritu Santo que bajó en Pentecostés sobre los apóstoles sigue acompañando cada paso de quienes le permiten ser “el dulce huésped de su alma”. ¡Alabada y ensalzada sea eternamente la Santísima Trinidad!

Marlon_Javier_Dominguez: