La luz del sol murió detrás de las montañas y la oscuridad cubrió la tierra.
Pequeñas antorchas iluminaban el camino de los peregrinos y, a lo lejos, se escuchaba el aullido de los lobos. En una improvisada tienda, al cuidado de un anciano, se encontraba el más grande tesoro de un pueblo: el símbolo de la permanente presencia de su Dios. Los días de la juventud de aquel anciano habían pasado hacía mucho y, entre el incienso y las víctimas sacrificadas en honor de la divinidad, se diluyeron sus años. No recordaba en qué momento había comenzado a sentir dolor en sus articulaciones, ni cuándo sus ojos habían dejado de ver con la misma claridad y se sorprendió un día observando en las aguas del arroyo el reflejo de un rostro ajado que antes estaba lozano…
Sus paisanos le veneraban, le prodigaban respeto y honraban sus canas. Él llevaba consigo la satisfacción y la paz de haber servido a su Dios, pero su corazón se encontraba también ajado por el dolor que le causaba el comportamiento desviado de sus hijos. ¡Ah, sus hijos! Sangre de su sangre, carne de su carne. Se suponía que serían ellos quienes le reemplazarían en el oficio sacerdotal y llevarían sobre sus hombros la honorable misión de hablarle a Dios, pero sus intenciones mezquinas les hacían carecer de la virtud necesaria para cumplir tal cometido: la generosidad. Eran egoístas y avaros, anteponían sus intereses y sólo se ocupaban de sí. Ni las reprimendas, ni el llanto de su anciano padre pudo doblegar sus duros corazones nunca dispuestos a servir y siempre deseosos de ser servidos.
Una mañana el llanto de una mujer desesperada despertó al anciano. La amargura se asomaba en sus ojos y el dolor de sentirse despreciada por no haber podido aún concebir se derramaba en cada lágrima. Una esperanza y una promesa salieron de sus labios, luego de haber recibido el sacerdotal consuelo: “si Dios me da un hijo lo consagraré a su servicio”. Tres inviernos después un niño llegó en sus brazos, en sus ojos la alegría y en su boca una alabanza: el cielo escuchó su llanto, puso fin a su amargura, Dios le concedió ser madre y ella cumplía su promesa: le consagraba al pequeño.
Habían pasado los años y era de noche, ¿recuerdan? Cuando todos ya dormían, el niño escuchó su nombre y caminó presuroso al lecho de su maestro: “Vuélvete a dormir, muchacho que yo no he llamado a nadie”. Lo mismo ocurrió tres veces y entonces se hizo evidente que quien llamaba a aquél joven Era en persona, su Dios. “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Así debía responder.
El anciano se llamaba Elí, sus hijos Jofní y Fineés, el pequeño era Samuel y Ana el nombre de su madre. El mundo está lleno de personas así. ¿A cuál de ellas te asemejan tus acciones? Feliz domingo.