El maestro entró al salón y abrió sus brazos como de costumbre, mientras que en los rostros de aquellos doce pequeños de cuatro años, se dibujaba una sonrisa y un abrazo grupal daba inicio a una nueva gran aventura. Hoy – dijo el profesor – vamos a contar una historia y, mientras todos se acomodaban en la alfombra, una niña preguntó: “¿Es una historia de sangre? No me gustan las historias de sangre”. Ummm, sí, pero es también una historia de amor. Ya verás que te gustará, respondió el maestro.
Un día Dios estaba mirando hacia la tierra y, con profundo dolor, comprobó que los hombres no se querían como hermanos, sino que se hacían daño unos a otros, que se habían olvidado del amor y que el odio reinaba en la humanidad. Dios sintió mucha tristeza, pero decidió hacer algo maravilloso: llamó a su Hijo y le pidió que se hiciera hombre y enseñara a todos cómo vivir. El Hijo aceptó con gusto, nació en un pesebre, aprendió la carpintería, estudió, amó a sus padres, tuvo amigos y vivió absolutamente todo lo que un hombre vive, menos la maldad.
Cuando se hizo adulto, comenzó a enseñar con sus palabras y con su ejemplo, recorría los pueblos sanando a los enfermos y enseñando a las personas cómo amar a los demás y cómo amarse a sí mismos, decía cosas maravillosas, multiplicó panes y peces, corrigió a quienes actuaban mal, y doce de sus seguidores se hicieron sus íntimos amigos. Otros, sin embargo, le declararon la guerra, discutían frecuentemente con él, buscaban de qué acusarlo y hasta inventaban cosas en su contra.
Un jueves, en una cena muy importante, aquél hombre lavó los pies de sus amigos y les enseñó la humildad, se inventó un rito de acción de gracias usando pan y vino y les enseñó la importancia de entregarse por los demás, les mandó que se amaran los unos a los otros como él los había amado. Aquello parecía una despedida y el corazón de los discípulos se arrugaba de dolor.
Uno de sus amigos lo traicionó, lo cambió por dinero. El Hijo de Dios fue llevado preso injustamente, lo torturaron, lo golpearon, se burlaron de él, le coronaron de espinas, le escupieron, azotaron fuertemente su cuerpo con látigos, lo condenaron a muerte de la manera más brutal que existía en ese momento, lo hicieron cargar una pesada cruz y, cuando se caía por el camino, lo hacían levantar con golpes. Su cuerpo estaba destrozado, su rostro se había desfigurado y casi no podía ver. Al llegar a un monte clavaron en la cruz sus manos y sus pies, lloraba en silencio. Junto a la cruz estaban su madre, otras mujeres y sólo uno de sus discípulos (los demás lo habían abandonado por miedo) y, en medio de los más grandes sufrimientos jamás imaginados, salió de su boca un grito dirigido al cielo: “¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” Dios en el cielo lloró, el Hijo murió en la cruz, pero la humanidad comprendió lo que realmente significa amar.
La niña miró al profesor y en un susurro dijo: “Sí es una historia de sangre, pero esa es la historia más linda que jamás haya escuchado”. Sus pequeños brazos rodearon el cuello de su maestro, y una lágrima fugitiva rodó por su mejilla, mientras que por las del docente bajaban ríos.