“Has cambiado mi lamento en baile; me quitaste la ropa áspera y me vestiste de alegría.” Salmos 30,11.
En abril la región se viste de fiesta, nuestro Festival reúne a propios y extraños. Pensando en ello, es importante tener en cuanta que la verdadera felicidad no depende de lo que tenemos, ni de lo que está pasando a nuestro alrededor. Tampoco de nuestras pertenencias, nuestro sueldo, lo agradable de nuestras circunstancias y lo extenso de nuestra lista de amigos.
La posibilidad de ver la vida con gratitud y alegría, viene de una realidad instalada en la profundidad de nuestro corazón y no hay circunstancia que la pueda desalojar. Por eso el corazón alegre, siempre encontrará motivos para celebrar, aun en medio de las circunstancias más adversas. Dice una canción infantil: “No puede estar triste un corazón que tiene a Cristo, no puede estar triste un corazón que tiene a Dios”.
Nuestra sana actitud hacia la celebración, tiene como origen la certeza de que Dios está presente siempre; obrando en cada circunstancia y procurando lo mejor para mi vida. Cuando vemos la bondad y misericordia de Dios en todos lados, es fácil ofrecer continuas expresiones de gratitud y gozo.
¿Acaso necesitamos sentirnos encumbrados para poder disfrutar de la celebración? Mas bien, lo que necesitamos es recuperar la perspectiva celestial de que la bendición ya ha sido derramada en abundancia; por lo cual, podemos estar libres de ansiedad y preocupación, echando todas nuestras ansiedades sobre él, sabiendo que Dios tiene cuidado de nosotros.
¿Acaso esto se aplica de manera automática para todos? Considero que no. Para ilustrar este principio, Jesús usó una historia sobre un hombre que hizo una gran cena y convidó a muchos. Dice el relato que un hombre decidió hacer una fiesta. No sabemos el motivo, pero sí que la decisión era firme. Dios también ha decidido hacer una fiesta para compartir una relación de amor con sus hijos y se deleita en agasajar y bendecir sus vidas llenándolos de detalles.
Por otro lado, los invitados que debieron sentirse alagados, presentaron excusas por no asistir; todas validas y con sentido. Cada uno tenía motivos legítimos para no asistir a la cena, relacionados con la vida y las responsabilidades que llevaban. Igual nosotros hoy, podemos permitir que lo cotidiano nos absorba de tal manera que dejemos de participar en la vida sobrenatural que nos ofrece el Padre. Podemos estar tan absortos en los diferentes proyectos de nuestra vida que percibimos la invitación de Cristo como una interrupción, en lugar de verla como una oportunidad para entrar a una nueva dimensión de relación con paz y gozo.
Seguro estoy que si nosotros hubiéramos organizado esa cena, frente a la negativa de los invitados la hubiéramos cancelado. Pero el hombre del relato, simplemente decidió extender la invitación a otras personas que jamás pensaron que calificarían para ser tenidos en cuenta. Este es precisamente el punto central de la historia: ¡Dios va a seguir adelante con su cena, aunque nosotros no podamos asistir! Dios seguirá adelante con sus proyectos, aunque decidamos no unirnos a ellos. Dios va a llevar a cabo su fiesta, con o sin nuestra presencia.
Como corolario final, ninguno de nosotros es el centro de la historia. No somos tan imprescindibles que la vida no puede continuar si no estamos presentes. Cristo Jesús es el principio y el fin de todas las cosas, el único sin el cual nada puede avanzar. “Porque separados de mí, nada podéis hacer”.
Caro amigo, es nuestra responsabilidad aceptar su invitación. ¡Aceptemos su invitación a la gran fiesta con cena incluida y celebremos la vida con nuestro Dios!
Abrazos y bendiciones.