Y ahí estoy yo, de pie esperando que algún amable empleado aparezca de la nada vistiendo los colores del AMC y me indique dónde tengo que sentarme. Ya saben, igual que en Colombia, cuando la chica de la gorrita te controla el ingreso con un improvisado retén y luego de darle tu boleta te marca el sendero hasta tu silla con el cegador haz de luz de su linterna de bolsillo, como un faro que despedaza las tinieblas de la sala. Pero pasan los minutos, y al escuchar los cortos empezar sin que nadie se manifieste, decido hacerlo por mí mismo para no llegar tarde a mi cita con Benicio del Toro. Encontré el asiento E12 sin muchos contratiempos y celebré para mis adentros mi propia autosuficiencia. “Bah, no los necesito” sentencié.
Y ahí estoy yo, otra vez, esperando que algún amable empleado aparezca de la nada vistiendo los colores de CVS y me facture mis cervezas en la caja registradora. Ya saben, justo como en Colombia, cuando el chico del uniforme te cobra la bolsa plástica, te pide donar tus vueltas para causas sociales o te trata de vender algo que ni ellos mismos comprarían. Pero sin humanos a la vista, la maquinita empieza a darme órdenes con su tono de voz binario y tras varios regaños por mi incompetencia con la pantalla táctil, finalmente logro hacer el desgastante check-out. “Aquí está su compra, vuelva pronto” “Muchas gracias, tenga un buen día” “No, gracias a usted por preferirnos, caballero”, “Oh, qué tipo más amable” me digo y me respondo a mí mismo.
Cada tanto van repitiéndose episodios similares en lugares disímiles. En ellos siempre mis expectativas tropicales se estrellan contra el muro cultural de la autonomía, allí donde cada uno debe ser capaz de hacer las cosas por sí mismo. Pero conforme entras en la dinámica, empiezas a ver la lógica tras el funcionamiento interno y comprendes que hay algo más allá del simple culto al ferviente individualismo, hay un sólido factor social subsumido en todo ello. Entonces entiendes por fin por qué no hay funcionarios en el metro evitando que te cueles, por qué nadie te atiende en las gasolineras y tú mismo debes tanquear tu carro, por qué casi no hay edificios con porterías y los paquetes de Amazon se dejan tirados en la recepción sin que nadie se los robe: Porque confían en ti y en todos los demás.
Tan simple como eso. La cotidianidad norteamericana se sostiene a fuerza de una creencia inefable de que el otro es tan honesto como yo lo creo ser. Superada la barrera de la sospecha y la duda, muertos los temores de que el otro me va a traicionar, solo queda espacio para crecer tendiendo puentes en comunidad. Por eso cuando viajan en sus aves de metal rumbo al Caribe, los tomamos por ingenuos, les criticamos su falta de malicia indígena y les castigamos sus intenciones transparentes de ser buenas personas. Porque tal parece que, en Colombia, confiar es un pecado capital.
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