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“Una cosa te falta…”

Jesús se ponía ya en camino, no sabemos a dónde iba ni de dónde venía, lo cierto es que un hombre se acerca corriendo y lo intercepta de improviso con un gesto un tanto extraño. El nombre de esta persona no se menciona, tal vez porque el narrador no consideró importante ese detalle o para que en la figura de aquella persona pueda verse reflejado cualquier lector. Jesús camina, seguramente va con sus discípulos, tal vez les enseñaba, como era su costumbre, mientras se dirigían a su destino. Jesús va caminando y, de repente, un hombre corriendo se interpone.

Es un hombre inquieto, alguien consciente de que la felicidad que su corazón desea es posible y no una simpe utopía, alguien con preguntas, ansioso de respuestas, un verdadero buscador de la verdad. No solo detiene el andar del Maestro, sino que se arrodilla ante él. Este gesto no debe ser considerado trivial: uno no hinca sus rodillas frente a alguien a quien considera inferior a sí, ni siquiera frente a quien considera su igual, uno se arrodilla en señal de reverencia delante de quien es claramente superior. Aquel hombre, sin duda, reconoció en la figura tosca del Carpintero de Nazaret algo más de lo que sus ojos podían ver. Las palabras que salen de su boca también lo demuestran así: “Maestro bueno, ¿Qué tengo que hacer para ganar la Vida Eterna?”.

Para él, Jesús no era simplemente un paisano más, era un Maestro, pero no uno de tantos que abundaban en esa época y que iban de un lado a otro enseñando y explicando las Escrituras, para él, era el “Maestro bueno”. Jesús estaba de pie ante un hombre que, arrodillado, le había dirigido un halago cuyo alcance probablemente desconocía. Los acompañantes del nazareno debieron extrañarse observando aquella escena y agudizaban sus sentidos para no perder detalle de lo que seguiría. “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios”. Las palabras de Jesús, más que un simple comentario a la carrera, están cargadas de un profundo significado: si te arrodillas ante de mí es porque en mí reconoces algo más de lo que tú eres, si me llamas Maestro es porque sabes que soy depositario de la verdad, pero si me llamas bueno es porque me reconoces como la Verdad misma, es decir, como el mismo Dios. Dicho esto debo asumir que acogerás mi respuesta como absoluta y verdadera.

“Ya sabes los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, no cometerás fraudes, honrarás a tu padre y a tu madre”, dice Jesús, a lo que el piadoso judío responde: “Todo eso lo he cumplido desde pequeño”. No mentía. Es probable que haya sido así, que educado en el conocimiento de la ley la haya practicado con particular rigor.

Sin embargo, ello no había traído como consecuencia para él la felicidad. Sí, la pregunta por la Vida Eterna es la pregunta por la felicidad. En el fondo lo que aquél hombre preguntaba era eso: ¿Qué tengo que hacer para ser feliz? ¡Maestro bueno! Ya he hecho tantas cosas en mi vida, he buscado aquí y allá, he vivido alegrías y tristezas, triunfos, desdichas y victorias, pero aún no soy feliz, ¿qué tengo que hacer?

¿Cuál debió ser la expresión del Maestro en ese momento? Solo los testigos oculares podrían saberlo. El escritor, intentando acercarnos a aquella sublime escena, sólo atina a decir: “Jesús, mirándolo fijamente, le amó”. ¿Cómo se ama con la mirada? Nuestra mirada puede reflejar amor u odio, pero ello no significa que nuestra mirada ame u odie. La mirada de Dios, es sin embargo distinta, porque Él ve más allá de las apariencias, el penetra el corazón y, por eso, al mirar ama, es decir, conoce. “Una cosa te falta”, dijo Jesús… Marcos 10, 17 – 30. Feliz domingo.

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