En cualquier lugar de la ciudad hay vivencias del pueblo que fue, hay costumbres que se niegan a morir. Cuatro de la tarde: en una esquina de mi barrio, el sol comienza a bajarle grados a la fiebre intensa, fiebre de trópico, fiebre a la que nos acostumbramos; un retazo de brisa forma en toda la esquina un tornadito de hojas y arena, da vueltas y revueltas, nos hiere en los ojos y se va por la carrera once hasta estrellarse con la panorámica de un taxi, taxi que dejo pasar para no perderme el paso del vendedor de peto, suena el ruido metálico contra el recipiente de aluminio, como una campana ronca, y el pregón: ‘peto, el peto’. Se forma el revuelo en la casa del frente, la doña, sentadita en su silla de ruedas, apura a la muchacha para que le compre su peto, y la joven corre con una taza grande, y discute: ‘me echó el cucharon fallito’, el vendedor, indiferente, sigue con su anuncio: ‘el peto, peto’
En una mesita de la esquina juegan dominó, el golpe de las fichas sobre la mesa, carcajadas y discusiones; el viejo profesor del Loperena detiene su paseíto y no se contenta con saludar sino que empieza una conversación melancólica de los tiempos idos y el recuerdo de mi padre; se va porque alguien me llama: es el de la tienda que me anuncia que ya le llegó la gaseosa sin azúcar que me gusta.
Pasan los carros, unos de alta gama, otros, que todavía aguantan, y el saludo a gritos. ¡Ajo, déjate ve!, tan rápido que se me queda la mano en alto, no me dio tiempo de agitarla para devolver ese ajo tan vallenato.
Pasan dos y tres taxis, pero no me quiero ir todavía, no me animo a dejar una tarde única, aunque se repita todos los días, nunca la había vivido con tanto agrado, me era indiferente. El sol comienza el descenso más rápido y se pinta las nubes de arreboles, suena mi celular: ‘Que te estamos esperando, ya va a comenzar la reunión’, ‘no me esperen estoy en algo importante’.
¿Y cómo no va a ser importante mi solaz? El niño lanzando piedrecitas contra el bordillo, añorando quizás un juego de boliches, y otro vendedor: ‘bollos, bollos de mazorca de San Diego, calienticos’; yo no sabía que San Diego quedaba en el barrio San Joaquín. Le compran en la tienda para revenderlos, me provoca uno, pero estoy a régimen por un mes.
Se escuchan gritos infantiles, en la otra esquina: una mamá, de las de antes, coge de la oreja a un pelaito y se lo lleva a rastras, el de la tienda me aclara: ‘Eso es casi todos los días porque él se queda viendo jugar dominó y ella esperando el queso’.
Las sombras comienzan a regarse por el ambiente; ese retazo pueblerino se vuelve ciudad: las luminarias de la calle se encienden, dos restaurantes abren sus puertas, comienzan a aparcarse los carros al lado de la vía y se acaba la tarde vallenata con sabor a pueblo, la tarde que más he disfrutado en los últimos tiempos.