Sin darme cuenta, he realizado un viaje por casi todas las fronteras de nuestros países, analizando el tema de la migración venezolana. El primer paso de norte a sur, lo constituye Paraguachón, en La Guajira, en donde la única forma de pasar es a través de las trochas para llegar al puesto fronterizo de Migración Colombia.
Por allí accede el grueso de la población marginal de Venezuela, que luego se asienta en las principales ciudades de la región Caribe. Estos migrantes se ubican también en pueblos pequeños, poblaciones intermedias, donde realizan trabajos menores como plomería, electricidad, jornaleros, vendedores de minutos, etc.
En las ciudades, muchos de ellos entran a formar parte de la población ambulante dedicada al conocido “rebusque”, mientras que los pocos profesionales compiten luego de un complejo y engorroso trámite de convalidación con los nuevos profesionales locales que se abren paso en el mercado laboral.
El segundo paso fronterizo es el de Tachira y Zulia, que arranca en Puerto Santander, 70 kilómetros, al norte de Cúcuta, en la vía a Tibú, en el Catatumbo. Y también, por supuesto, por los tradicionales pasos Táchira-Norte de Santander de los puentes internacionales, Simón Bolívar, en San Antonio, y General Santander, en Ureña.
Pero el paso más asiduo y fluido es el que se realiza de noche pasando el río, protegido por irregulares encapuchados y que desde las ciudades de origen, en Venezuela, traen buses llenos de inmigrantes indocumentados con destino a ciudades de Colombia, Ecuador, Perú, Chile y Argentina, con transbordo en Cúcuta.
Entre más lejos sea el destino de los viajeros, mayores son las posibilidades de trabajo.
Otro paso fronterizo es el de Arauca, donde se toma la vía al llano hasta Villavicencio y de allí se sube a Bogotá, en solo hora y media.
El último paso que visité, ya en el sur de Colombia, fue el de San Fernando de Atabapo-Puerto Inirida, en el Orinoco. En dicha población, ya hay un barrio de invasión de más quinientos venezolanos dedicados a la minería ilegal, junto con mineros colombianos y brasileños.
No pasé por Puerto Páez, que conecta a Apure con Puerto Carreño, pues por la distancia al centro de Colombia, no debe ser apetecida por los migrantes.
En Bogotá se agrupan todos esos exiliados en pos de mejores días. La capital colombiana es el punto de encuentro para una segunda etapa, sea en poblados del centro de Colombia o en países del sur. La alcaldía de Bogotá ha implementado centros de atención en salud y alimentación para los que llegan.
Todos los entrevistados en Perú manifestaron su agradecimiento a la generosa manifestación de apoyo que le ofrecieron grupos de colombianos en el circuito Cúcuta-Pamplona y en Bucaramanga, para luego dirigirse a Bogotá. La romería de viajeros se identifica con una gorra de Venezuela y con carteles en que manifiestan públicamente su condición de migrantes. El otro periplo importante de este éxodo atraviesa toda Colombia, pasan por Ecuador y alcanza al Perú, al cabo de un mes de caminatas extenuantes.
Encontré venezolanos en todas las ciudades importantes de Ecuador, como Quito, Cuenca y Guayaquil.
En una población cercana al aeropuerto de Quito, me llamó la atención que la recepcionista de un hotel campestre, el conductor y la jefe de cocina eran de un solo pueblo: Cumaná.
Los viajeros utilizan la cohesión familiar o su origen geográfico como un mecanismo de defensa ante las incertidumbres del porvenir. Tuve oportunidad de ver esos préstamos de esperanzas en la zona fronteriza de Ecuador y Perú. Entre Huaquillas y Tumbes, por ejemplo, me encontré con una multitud de jóvenes de venezolanos con niños pequeños esperando que las autoridades migratorias les permitieran entrar.
En el norte del Perú es abrumadora la presencia de los muchachos venezolanos, quienes intentan buscar un chance laboral, aprovechando el desarrollo turístico de la zona, jalonado por sus playas blancas, el avistamiento de ballenas, la pesca y la explotación petrolera.
Más hacia el sur, en Piura, Trujillo, Lima y luego en Arica, Chile, la presencia de la diáspora venezolana es tan común que ya forman parte del paisaje humano. Inclusive, muchos de los mototaxistas de Perú, como también sucede en Colombia, son venezolanos.
Un país que ha permitido que su juventud, sin distingos de estratos, huya en éxodo hacia países vecinos en búsqueda de recursos, para que el resto de la familia subsista, en Venezuela, indica que vive una crisis profunda y que quienes lo gobiernan se encuentran atrincherados en beneficio propio. Se requiere intervención humanitaria urgente y una pronta manifestación de la CPI. Es la única manera, reflexiono.
Por lo pronto esta juventud que camina por los andes, desiertos y selvas: no habla de elecciones, ni siquiera de golpe de estado.
Todas sus esperanzas están puestas ingenuamente en Colombia y EE.UU. Así lo expresan abiertamente
*Hace 5 años conocí Santa Elena de Uairen, Pacaraima, hasta Boavista, capital de Roraima, en Brasil, si por aquí llueve por allá no escampa.
Recuento de un viaje realizado por el autor
Septiembre 30 de 2018 “
Por José Jorge Dangond Castro