Recuerdo a mi padre cuando me contaba sobre tierras lejanas. Él era versado en historia y geografía, y en las noches estrelladas del Villanueva de mi niñez, me mostraba los luceros y con precisión sabía dónde quedaban lejanas constelaciones, era el tiempo en que la luz eléctrica no alcanzaba a opacar el titilante coqueteo de las luces siderales. Mis mejores clases de sociales y “astronomía” las recibí de él, recostado en un asiento y yo atenta a su lado, en el suelo frío del sardinel. Y fue cuando me contó del sitio en el que estoy.
Me decía: “Hay una ciudad que tiene parte en Asia y parte en Europa, la divide el estrecho del Bósforo, esa ciudad es Constantinopla, y yo me reía del nombre tan raro, pero cuando me explicaba su historia se desataba mi imaginación, armaba recorridos con personajes de los cuentos infantiles y le preguntaba a mi padre: “¿Por qué no vamos allá?” Sonreía y me explicaba que era muy lejos y que no había dinero para eso. Pero yo iba en mis sueños, no sé por qué me obsesionaba tanto el nombre del Bósforo.
Aquí estoy, en sus orillas, acabo de navegar por él en compañía de mis hijas, es un largo recorrido hasta el Mar Negro, ni un momento olvidé a mi padre, y hasta creí oír su voz mostrándome la ruta de una historia que no se olvida, de imperios y conquistas; ya el nombre de la ciudad cambió, es Estambul (Istambul).
Ah, los sueños, esos que soñamos despiertos que en su mayoría se cumplen por imposibles que los veamos. Se cumplió el más remoto de mis anhelos: caminar, ver, palpar el sitio en donde quizás Simbad el Marino se concentró viendo el azul oleaje para trazar las rutas de sus Siete Viajes. Aquí me quedé ensimismada como en una oración profunda, sí, era la oración de la vida que nos devuelve a tiempos idos llenos de hondos significados. Yo te contaría ahora, padre, desde aquí: “Es como tú me lo describiste, solo que el progreso lo llenó de edificaciones a su alrededor y tiene puentes magníficos de más de un kilómetro que une los dos continentes, pero a medida que vamos adentrándonos en aguas más azules y misteriosas, se aleja la civilización y vemos el Mar Negro, que yo creía de aguas negras, en mi niñez, y en un recodo se llega a un pintoresco pueblo, pequeñito donde venden helados de elaboración artesanal. Es el mar, padre, el de tus historias, por el que cruzaban aventureros a tomar posesión de tierras divididas, donde se formó el imperio otomano bizantino y el imperio romano de oriente”.
Cuando terminó el recorrido de cuatro horas, el silencio me invadió, mis hijas felices hablaban y reían con amigas que hicieron en el barco, mientras yo le buscaba explicación a las vueltas de la vida, nunca la podré entender, nunca se entiende por qué un sueño se hace realidad tan tarde, cuando el que lo inspiró ya no está para compartirlo, pero donde quiera que estés oyes mis pensamientos y quizás hasta leas esto.
Los lectores dirán que este tema es irrelevante, sí es cierto, pero no para mí que lo envío al periódico como un homenaje a mi padre, Chico Daza, el que le contaba historias a su pequeña hija en las noches estrelladas de Villanueva de hace años. (22 de mayo de 2018).