Por Mary Daza Orozco
Ni un adjetivo más, ni una alabanza más, se les pueden agregar a su grandeza. Fue eso y no más: grande, ¡y qué difícil es serlo! ¿Qué más puedo decir de Gabriel García Márquez, si cuando esto escribo el globo entero busca palabras y lanza al aire agasajos en su nombre? Si con la magia guajira heredada de su abuela y la enjundia caribe puso al mundo de rodillas ante una Úrsula Iguarán imbatible, la comandante de la saga de los Buendía; ante una Eréndira cruzando cardones y dunas ardientes de la península hasta perderse con un cinturón de oro y piedras preciosas en sus manos; ante el amor eterno de Fermina Daza atizado por las notas del violín caribeño de Florentino Ariza; ante Rebeca con su carga de huesos de sus ancestros muertos y con su vicio de comer barro; ante el olor a humo de las axilas de Pilar Ternera y así, doblado por el asombro, el mundo hizo suyos a tantos personajes demenciales, costeños, universales; muchas mujeres paisanas, mujeres de mi tierra, mujeres colombianas que lo inspiraron hasta los últimos renglones que escribió; él lo dijo: “Mi percepción de la mujer es mágica”.
Cuando recibí la noticia de su muerte me invadió la melancolía, hubiera querido estar en el Valle para revivir, en el mismo escenario, su visita después del Nobel, cuando tuve la oportunidad de hablar varias veces con él y de escribir mis crónicas sobre sus frases, gestos, sonrisas, para El Espectador, y lo inimaginable: un abrazo que quedó grabado en una fotografía que hoy, amarillenta, es uno de mis más grandes tesoros. Fueron tantas las anécdotas vividas o escuchadas junto al insistente Rafael Oñate que lo seguía con un micrófono a todas partes hasta que Gabo se sintió vencido y no tuvo más remedio que decirle, cada vez que lo abordaba: “¿Usted otra vez?”, pero le concedió la entrevista; y junto al muy recordado poeta Diomedes Daza Daza, cuando en la gallera tuvo el arrojo de decirle: “El gallo del coronel nunca habría ganado una pelea” el autor de la afamada novela, ceñudo, le preguntó: “Por qué? Y el poeta, sin temor alguno, le respondió: “Porque nunca lo ejercitaron”; Gabo sonrió y dijo: “Pero era un gallo de pelea” la muchedumbre amontonada no dejó que la conversación siguiera, de modo que Nobel y poeta se escabulleron y se fueron a otro sitio de la ciudad.
Son mis recuerdos, retazos de mi vida; Gabo lo escribió: “La vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
Ante mi pesar por su muerte, alguien, un personaje que solo puede encajar en algún rincón de Macondo, me dijo: “¿Por qué se entristece si él no era nada suyo?”, le respondí: “Él era de todos”, pero estoy segura de que no me entendió.