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Un placer casi erótico que alimenta

Colgada artesanalmente de las líneas, con un balde de agua limpia y otro de jabón como compañeros únicos de trabajo, pirateando energía eléctrica, la licuadora de la venta de jugos va girando en una existencia interminable hacia el infinito, creando en su interior una galaxia frutal, un espiral lácteo azucarado listo para ser ingerido y hacer parte de un universo paralelo, alimentando células, prolongando vida; sustentando a un sistema orgánico que contiene y es contenido para poder existir en esta dinámica eterna que algunos autores han denominado amor.

El de los jugos es moreno y flaquito. En la mayoría de los municipios de la costa, en esquinas claves por atiborradas, es común encontrarse a un muchacho vendiendo jugos entre el smog de la acera. Los clientes llegan y piden al muchacho una pócima para aliviar momentáneamente tres de los más grandes males de la Costa Atlántica: la sed, el hambre y el calor. Entonces el muchacho rebana, exprime y pica frutas que, de diversos orígenes, llegan al cadalso tropical de las hélices del vaso de la licuadora dispuesta para producir la alquimia, fusionando las porciones precisas de unos ingredientes dosificados con el automatismo que la repetición de un oficio desarrolla en los artistas.
Cuando niño nunca imaginó que vender jugos sería su profesión, siempre quiso ser compositor de vallenatos, pero está satisfecho con la modesta pero rentable posición que le ha permitido esta actividad que lejos de impedirle componer canciones, le sirve para estar enterado sin necesidad de leer el periódico o ver el noticiero, de primera fuente, de las noticias que le interesan a la gente: infidelidades de parejas, el azote de la delincuencia, los cambios bruscos del clima, los wayúus, lo cara que está la luz, las campañas para la alcaldía que ya empezaron, etc. Los comentarios, que entre el ruido de la licuadora y el de la calle se abren paso hasta sus oídos, le inspiran versos y conversaciones con algunos clientes.
La venta de jugos está puesta en funcionamiento desde las siete de la mañana hasta bien entrada la noche, siempre en el mismo lugar, amparado bajo las sombras cómplices de la fachada de una casa de dos pisos y el follaje de un arbolito, aliados en la aventura habitual que representa para la mayoría vivir en Colombia. Un cliente se aproxima- aunque atiende con la misma amabilidad a todos, desarrolla mayor simpatía por aquellos que considera que al igual que él deben enfrentar frecuentemente condiciones adversas. El muchacho prepara su parla, intentando hilar mangos y tamarindos con temas de actualidad. Luego inicia la magia; una magia naranja, piña, zapote, níspero, que mitiga tragedias con un placer casi erótico que alimenta.

Por Jarol Ferreira Acosta

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