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Un patrimonio en blanco

El centro histórico de Valledupar siempre ha sido blanco y así debe quedarse. Me resultó difícil, por primera vez, ubicarme en la calle Santo Domingo cuando caminaba hacia la iglesia del Rosario desde la carrera sexta. De repente empecé a encontrarme con unas casas de colorinches que no había visto nunca, pensé que me había equivocado de calle, bueno realmente no sabía dónde estaba parada, hasta cuando pregunté si por esa vía salía a la iglesia y me dijeron que sí, que estaba en la calle exacta que se estrellaba con la catedral, que si acaso no estaba viendo los farolitos. Así que tuve que cerrar los ojos y volver a reconstruir en mi memoria esa calle, la más bella para mí de Valledupar y una de las más bellas que haya visto en cualquier parte.

La razón de mi desconocimiento fue simple cuando entré al detalle: ahora las casas estaban pintadas de colores cuando siempre habían sido blancas. La calle había perdido la profundidad. Todo lo que antes resultaba ancho ahora me resultaba estrecho, era claro el efecto del color, que lejos de convocar a la alegría y el barullo como en tantas ciudades del Caribe, convocaba a la estrechez, simplemente rechinaba. Valledupar no tiene mar, es pequeña, es recogida como sus iglesias, incluso el Guatapurí pasa escondido por ella. Uno camina en el centro abrazando las paredes para sostenerse en el andén; un gesto que casi conduce al abrazo de la ciudad y, para quienes nacimos rodeados de su blancura, representa una vuelta a la infancia. No es una arquitectura a gran escala, las casas de fachada más ancha están en la plaza, aun así no son tampoco las paredes que rayan con el cielo cartagenero que empata con el mar.

La verdad es que uno no tiene que parecerse a nadie y tampoco las ciudades. No hay que andar cambiándole la ropa al centro histórico de Valledupar así con esa facilidad por pura novelería, para decirlo con una palabra que adora el gran Alonso Sánchez Baute. Las señoras viejas se ven magníficas con su traje de lino blanco y sus perlas y así debería verse el centro de Valledupar, como ha sido siempre, porque este colorinche además de sumarle más calor ha creado un caos para la memoria. Cuando ya pensé que había visto todo entonces en la plaza Alfonso López se me apareció en una de sus esquinas una gran torta cubierta de fondant rosado, otra mostaza new age y otra color café con leche, un color muy vallenato. Ahí ya se me escurrieron las lágrimas.

Habría sí que hacer otras cosas: mejorar los andenes a los que no es necesario darles más ancho, quitar todos los cables que van de poste en poste como guirnaldas tanáticas, conservar lo poquísimo que queda de bareque y procurar que no se rompan así no más las casas para abrir bares de mala muerte. No podemos comportarnos como lo que no somos. Los vallenatos vamos a ritmo de acordeón y aún si se trata de un merengue lo que mejor nos viene es la melancolía, esa cosa que hace nuestra mirada tan particular e indescifrable. No somos mapalé de piernas y estómagos desnudos en un movimiento vertiginoso. Somos la elegante cadencia de las piloneras con sus vestidos hasta el cuello y la manga larga.

El centro histórico de Valledupar está intacto, sin mayores intervenciones se ha conservado por esa sobriedad vallenata que siempre ha mirado de reojo lo nuevo aunque parezca que le hace fiesta. Así que les pido a las damas de blanco y perlas que no se dejen entusiasmar con bisutería barata y que no cambien el lino por terlenka.

Por María Angélica Pumarejo

 

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