Por Marlon Javier Domínguez
Durante siglos la reflexión humana ha intentado responder a la pregunta por la realidad desde distintos puntos de vista, frecuentemente excluyentes.
No es el momento de hacer un análisis exhaustivo de cada uno de ellos, pero podemos traer a colación un par de posiciones, cuyo examen siempre resultará interesante.
Por una parte, encontramos aquella forma de pensar en la que sólo la materia tiene cabida como real: nada hay más allá de aquello a lo que podemos acceder a través de los sentidos, nada existente que pueda prescindir de la materia para ser.
Para quienes optan por esta explicación de mundo, no existe vida después de la muerte, no hay seres que sean puramente espirituales, Dios es una mera idea creada por la mente humana y la religión una especie de refugio psicológico en el que el sujeto realiza sus necesarias catarsis.
Esta posición tiene un par de implicaciones prácticas: es posible caer en el más solitario de los egoísmos y en el más desaforado hedonismo, hasta el punto de vivir una vida totalmente irresponsable y vacía, una vida en la que siempre el fin justificará los medios, en la que imperará el relativismo en todas sus presentaciones y en donde los demás son simples instrumentos.
O, es también posible, descubrirse a sí mismo como un ser en relación – no de utilidad, sino de fraternidad – con los demás, construir juntos un mundo justo y auto sostenible, en donde la calidad de vida sea óptima para todos, en donde los semejantes sean considerados como un fin en sí mismos gracias a la alta dignidad que poseen, un mundo en el que cada uno intenta trascender en la historia a través de sus buenas obras.
La otra forma de pensar a la que me referí al principio es aquella en la que tiene cabida Dios como ser real, una concepción de la vida que se proyecta más allá de la materia y la sensibilidad, para abrirse a lo eterno; en donde la religión no es un mero escape dominical sino la realidad cotidiana que se abraza conscientemente y en donde las perfecciones del mundo se entienden como obra y reflejo de una perfección mayor.
De esta posición podemos mencionar también un par de implicaciones prácticas: es posible desarrollar un cierto “egoísmo comunitario”, en el que sólo los que comparten mis creencias son dignos de la bienaventuranza y los demás son considerados desechos de una cierta “evolución religiosa”; es posible caer en el exagerado fanatismo de considerar – contra toda evidencia – como malo y pecaminoso aquello que en realidad es en sí mismo bueno.
O, es posible también, amar y servir al prójimo independientemente de todo lo demás: su color de piel, su condición socioeconómica, sus gustos y hasta sus inclinaciones políticas.
Independientemente de si somos o no religiosos, hay una enseñanza que podemos extraer del evangelio de hoy (Lc 12, 32-48): Es preciso vivir la vida en serio, conscientes de que algún día terminará, y cultivar la esperanza, pero no una esperanza pasiva… nada más contrario a nuestra esencie humana que la pasividad de una vida que se repliega sobre sí misma y se desinteresa o se aprovecha de los demás.