Un personaje misterioso surgió. Su voz resonaba con autoridad y sus constantes invitaciones a la conversión hacían eco en las conciencias de quienes le escuchaban. El mensaje era claro: había que preparar el camino, enderezando los senderos de la propia vida para recibir al Enviado de Dios.
La austeridad y la autoridad de aquél hombre llamaban la atención de todos y eran muchedumbre los que acudían a recibir de sus manos el bautismo. Era diferente a los otros maestros, no le interesaba el lujo en el comer ni en el vestir, no disfrazaba la verdad (ni siquiera ante el rey Herodes, a quien abiertamente denunciaba), no se apegaba al externo cumplimiento de una ley, sino que invitaba a la conversión del corazón. “¿No será él el Mesías?”, Pregunta el pueblo, pero Juan se apresura a declarar: “… detrás de mí viene alguien más poderoso que yo, al que no soy digno ni de desatarle la correa de las sandalias”.
Hoy la liturgia de la Iglesia pone ante nuestros ojos la escena del Jordán. Acerquémonos a ella y descubramos, bajo la guía del Espíritu Santo, algunas enseñanzas para nuestra vida:
Juan estaba en el Jordán y Jesús se acerca para recibir el bautismo, Juan se resiste y Jesús le convence de que “así debe ser”. Al agua del Jordán baja Jesús, el que es por excelencia puro, el Cordero de Dios destinado a purificar con su sangre a la humanidad entera; Juan bautiza a Jesús, el siervo a su Señor, ¡un hombre bautiza a Dios!
El evangelista insiste en que en aquel momento Jesús estaba orando; y es que el Señor es hombre y maestro de oración y cada momento de su vida se encuentra acompañado de la dulce presencia del padre, a quien dirige sus gemidos, sus palabras o simplemente su silencio. El agua baja de las manos del bautista, el Espíritu Santo desciende y la voz del Padre se deja oír: “Tú eres mi Hijo, el predilecto, en ti me complazco”. La encarnación del Verbo Eterno ya había sido manifestada a Israel en la figura de los pastores la noche de Navidad; el nacimiento del Hijo de Dios había sido dado a conocer a todas las naciones en la figura de los magos, a través de una estrella con brillo peculiar; en esta ocasión Dios se manifiesta al mundo como familia, comunidad de amor profundamente comprometida con el vivir cotidiano de su pueblo y con sus aspiraciones de libertad. El Hijo es bautizado, el Espíritu se deja ver y se escucha la voz del Padre.
Jesús no tenía necesidad de bautizarse, tal vez lo hizo para participar públicamente de las ansias de libertad del pueblo, tal vez para santificar las aguas por el contacto con su cuerpo, tal vez para crear la escena en la que se manifestaría la Trinidad, no lo sabemos; pero si hay algo de lo que podemos estar seguros es que no lo hizo para enseñarnos que debemos recibir el bautismo a los 30 años, como suelen afirmar algunos. El Bautismo es un don, un regalo de Dios, el inicio de la vida divina en el hombre, el momento sublime en el que dejamos de ser creaturas para convertirnos en hijos de Dios, la puerta por la que entramos a la Gracia. Afirmar que hay que pedir permiso y consentimiento a un niño para administrarle el Bautismo es lo mismo que afirmar la necesidad de pedir autorización al recién nacido para proporcionarle la vacuna contra la Hepatitis. Valoremos el Bautismo recibido, redescubramos (o descubramos por vez primera) lo que significa ser bautizados y brindemos a nuestros pequeños este grandioso sacramento. Feliz domingo.
@majadoa