Ocho y media de la mañana. El sol y tú pasando justo frente a mi casa, al sacar la basura. Nos saludamos y veo que llevas sobre el asiento de tu moto, entre las piernas, una botella de vino. Buena forma de empezar el día- te comento. No, es para un amigo- me dices- que necesita una botella de vino para una tarea y esta se la robé a mi hermano. Yo debo tener una botella vacía en la cocina, pasa así no te metes en líos con tu hermano- te digo. Ocho y treinta y cinco de la mañana. El garaje de mi casa se abre y entramos hasta el comedorcito de la cocina. Oye, y ¿esta guitarra? Me preguntas cuando las ves sobre la mesa y, sin esperar respuesta, empiezas a tocarla. La guitarra está desafinada pero igual empiezas a cantar una vallenato, una balada, un valanato bajito para no advertir al resto de los habitantes de la casa.
Tu actitud siempre ha sido desafiante: “Yo hago lo que sea, tú no más dime y voy pa’esa, hasta streeptease he hecho; me puse doble ropa interior y vieras la cara de sorpresa de la gente cuando al quitarme una tanga tenía otra debajo… después si me quité todo…” Por tu manera de tocar y cantar, sin importar lo destemplada de la guitarra, por tu manera de apoyarte contra la pared, por tu forma de mirarme, parece que tienes ganas de quedarte; esperas a que, como es lógico por ser yo el dueño de la casa, invente una excusa para prolongar el rato pero, a pesar de tu mirada de auxilio, hago cara de afán por hacer algo importante. Entonces dejas la guitarra sobre la mesa, nuevamente inerte hasta que venga alguien a sacarle sus gemidos de gata arrecha.
Ya había extraído una matica depositada en la botella de vino que servía de matera cuando te la entregué, advirtiéndote: lo que no tengo es el corcho. No importa, me dijiste- ya enrumbándonos nuevamente hacia la soledad y la calle- yo le digo a él que busque el corcho. Y prendiste tu moto, una moto que tú mismo armaste y reparas cuando hace falta según me contaste un día para impresionarme: “Yo hago de todo: toco guitarra, canto, muelo café; porque mi mamá tiene una finca cafetera en la sierra, realmente es de mi abuelo pero ella la administra y ahora hasta vendemos café en la casa; ella misma lo tuesta, porque es la única que le sabe el punto, y lo muele casi siempre con canela para darle un saborcito especial al tinto, según ella. Ah, y también tengo una moto, que yo mismo compré desbaratada y poco a poco armé con la plata que me ganaba contrabandeando con un tío que traía vainas de Maicao; yo me le mido a lo que sea, eso fue cuando tenía catorce, ahora que tengo dieciocho figúrese…”
Unas gracias y un por nada fueron suficientes para despedirnos, sin sospechar que el resto de la jornada nos depararía un día largo fastidioso y aburrido.