Por Donaldo Mendoza Meneses
Una ciudad es como un individuo, tiene su destino; el destino no se elige, somos elegidos por él. Algunas ficciones literarias han podido devolver una infancia perdida, no para permanecer allí sino para tratar de entender las vicisitudes de algún período de la vida, especialmente la cada vez más incomprendida adultez. Así he querido aproximarme a la lectura de Popayán, 38 años después de llegar aquí para quedarme.
Agosto de 1976. Popayán era una ciudad de calles limpias; uno que otro carro importunaba el silencio. Una orden venida de no sé dónde establecía que casi todos fuéramos ciudadanos de a pie. El parque de Caldas no era para transeúntes anónimos sino para parejas de novios y lectores de prensa. A las fiestas nocturnas se iba a pie y se regresaba a pie, a veces con la compañía de una luna en plenitud. Si había lluvia, los anchos aleros colonialesnos protegían. La sorpresa de un ladrón no contaba para entonces. En cada tienda había un “vecino”; esta fue la primera revelación para un costeño que sólo tuvo por vecino a la familia de al lado. Así es en el Caribe. Esa vecindad hizo que desde el principio yo me sintiera en familia, y así lo quise asumir.
Enero de 2014. El destino de la ciudad muestra unos cambios que bien podríamos llamar radicales. Todos los cimientos fueron sacudidos en el terremoto de 1983. ¿Quién podía evitarlo? Estaba en su destino. Hubo que dar nuevos sentidos a los valores que habían identificado a Popayán ante la faz de Colombia como “la ciudad donde el tiempo se había detenido”. El mapa humano es hoy variopinto y la condición social de las gentes es diversa también. Ya no eres vecino de nadie en los grandes supermercados. Pasas de afán por el parque, ves pero ya no miras a nadie. Vas y regresas en taxi a las fiestas, no hay que dar papaya a los ladrones.
Pero quizá el problema no sean los más de cien mil habitantes nuevos; el problema es el destino presente de la ciudad,que sorprendió a sus gobernantes locales, y a los congresistas en Bogotá, pensando todavía en la ciudad de su infancia. Allí puede estar la explicación de una ausencia de políticas públicas para responder a los desafíos de un siglo nuevo.
Cuando escribo estas notas, Popayán parece una ciudad bombardeada; pero ya no por movimientos sísmicos, sino por las retroexcavadoras del siglo XXI. Y ese aparente caos hay que verlo con paciencia y, por qué no, con alborozo. ¿Se han dado cuenta que ya Popayán no aparece en el deshonroso primer lugar de desempleo en Colombia? Porque las obras generan empleo. Probablemente, cuando vuelva a brillar el pavimento, celebraremos también el advenimiento delnuevo destino ciudadano. Y lo habremos asumido.
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